En el 2000, en los Países Bajos hubo un caso famoso de un periodista, Koen Voskuil, que fue sentenciado a un mes de cárcel por no revelar su fuente de información: por un policía anónimo, Voskuil informó sobre un operativo ilegal de la Policía para atrapar a un narco. De probarse esta denuncia, la Policía podría ser sancionada y el caso contra el narco corría peligro.
Si bien en 1996 se aprobó la protección de las fuentes para los periodistas (ya estaba contemplada para médicos y abogados), solo hasta hace un par de años el parlamento logró el texto final. Influyó en parte también que Voskuil demandó al Estado por la vulneración de sus derechos como periodista y el Tribunal Europeo falló a su favor. En resumen, la ley protege el derecho profesional del periodista a no revelar sus fuentes (lo ampara el secreto profesional), salvo en dos casos excepcionales: está en juego la seguridad nacional o la de personas en particular.
En el caso de Voskuil, el juez sentenció que su negación a revelar su fuente ponía en cuestión la integridad de la Policía, su reputación, y arriesgaba la pérdida de confianza de la población en ella. Voskuil se sostuvo en su posición por razones éticas, se le sentenció y el caso se archivó sin mácula para la Policía. Cumplió 18 días de cárcel.
Este caso me vino a la memoria por los argumentos del juez: la sociedad no puede tener motivos para poner en duda la integridad de sus organismos de seguridad. En efecto, como locombiano, este argumento es a todas luces una utopía para Colombia, no puedo ocultar una triste carcajada irónica.
Después de la violación de la niña embera, el Comandante General del Ejército, general Eduardo Zapateiro, reveló que el Ejército investiga 118 casos de abuso sexual de menores. Para dorar la píldora dijo que eran investigaciones que se realizan desde 2016, como insinuando que son casos novedosos, pero a la vez dejando un largo manto de duda sobre el pasado.
A estos casos, sumémosles los desmovilizados y líderes sociales asesinados. En el mejor de los casos, revelan la incapacidad del Ejército y la Policía para garantizar la seguridad ciudadana; en el peor, como en el caso de Dimar Torres, hay toda una cadena de mando que no solo autoriza sino que ordena estas prácticas.
La brutalidad de la guerra había que pararla. De parte y parte. Y es alarmante que el Ejército colombiano no se haya desmovilizado todavía: no para que entregue sus armas, sino para que actúe en beneficio de todos los colombianos, en su defensa de las fuerzas oscuras que todavía se mueven en el país. En todo caso, dejar de ser parte de ellas.
Zapateiro le escribió una carta al expresidente Samper (cómo duele todavía escribir expresidente en este caso) pidiéndole que denunciara o mostrara los manuales o cursos que estimulan estos crímenes por parte del Ejército (Samper así lo trinó). Su defensa es que se trata de manzanas podridas. El problema para los ciudadanos es que cuando se encuentre ante un retén del Ejército ¿cómo puede saber si son los buenos o las manzanas podridas?
¿Con qué autoridad podría un juez colombiano pedirle a un periodista que revele sus fuentes para preservar la reputación del Ejército?
Los furibistas se mostraron indignados con la violación de la niña embera, ¿cómo es posible que unas cuantas manzanas podridas mancillen la imagen de la institución más querida por los colombianos? Y sí, este es el respaldo que sienten esas manzanas podridas indirectamente, porque en aras de esa seguridad nacional que aman los uribistas, estas prácticas son daños colaterales del recrudecimiento del conflicto, cuando no falsos falsos positivos con los que se le quiere manchar la honra.
Se vuelve imperiosa una formación en el respeto por los derechos humanos y una práctica escrupulosa en todos sus operativos, que los colombianos estén seguros de que al encontrarse un soldado, profesional o no, está ante una persona de fiar. Pero sí, esta es una crónica utópica desde mucho antes del 2016, general Zapateiro.