Tengo dificultades para escribir este texto, un problema de aproximación y enfoque. La imagen que acude a ayudarme es la de una tía de un amigo que cuando llegó a los 70 no podía controlar sus flatulencias. Si se reía mucho, se le escapaba un pedo. Ella aprendió a vivir con mucha gracia con este problema: cuando le sucedía, ponía ojos de sorprendida, se llevaba la mano a la boca, decía “¡Oh! ¡Perdón!”, y se reía de sí misma. Todos nos reíamos con ella. Por fortuna no era nada tóxico que nos obligara a desocupar el salón –y pensar que cuando se es joven la primera preocupación narcisista con la edad es la aparición de la primera cana, ese copito de las nieves del tiempo a las que les cantara Gardel.
Otra imagen fue el shock que me dio saber que Pau Casals había rescatado las Suites para cello solo de Bach (BWV 1007-1012) del olvido, pues llegó un momento en que la gente ya no escuchaba a Bach, creo recordar que incluso murió en el olvido. En ese momento pensé que era como que García Márquez muriera en el olvido. A quienes nos apasiona la historiografía estos son fenómenos muy llamativos, pues una cosa es contar el pasado, otra saber detectar los vectores y las fuerzas que mueven el presente, los que le darán forma al futuro: ¿cómo se hace invisible en el presente un inmortal como Bach?
Otra imagen es el deseo de eternidad (que no de inmortalidad), de que las cosas buenas duren siempre. Por ejemplo, a quienes nos gustó mucho Midnight in Paris casi que podemos decir con exactitud el momento en que sentimos que no queríamos que se acabara la película. Como esas películas que se viven en la vida cotidiana, esos momentos que no queremos que se acaben nunca.
Todo esto para decir que siento algo de decepción por las últimas obras de autores que me han regalado ese deseo de eternidad, en concreto Woody Allen, Petros Márkaris y Milan Kundera. De Allen vi Magic in the Moonlight y en una escala de cero a Midnight in Paris le doy un 4. A Blue Jasmine un 5 y a To Rome with Love un 3. Después de ver las excelentes películas de Allen es prácticamente incomprensible que presente películas donde su potencial se queda a medias y donde descansa más sobre el talento de los actores que sobre la historia. Las dos primeras novelas de Márkaris son excelentes, ya en la tercera y en adelante se nota mucho el corte con el mismo patrón, como sucede con las últimas novelas de Kundera. A La fiesta de la insignificancia, en una escala de cero a La insoportable levedad del ser le doy un 2, en especial por hacernos esperar 14 años para un pequeño divertimento, si bien creo que la asociación con la tía setentona de mi amigo está clara.
Como tampoco quiero caer en ese olvido de un gigante, pero igual agradezco que parece que no se va a publicar En agosto nos vemos de García Márquez, que según lo que pudimos leer es aún peor que Memoria de mis putas tristes. ¿Quién soy yo para decir que son unos peditos sueltos estas últimas obras de estos inmortales? Un simple observador utópico que ha disfrutado de sus grandes obras.
Leí que Beatriz de Moura, la traductora del francés de Kundera, fundadora y editora de Tusquets Editores, pasó cerca de dos semanas en París con el autor checo traduciendo El arte de la insignificancia (la traducción es impecable, como siempre con ella). Como si a uno lo invitara Woody Allen a un screening de su última película, o Petros Márkaris le diera a uno el borrador de su última novela y sentir que uno está ante un divertimento del autor (para llamar con respeto y decoro eso que he denomidado pedito suelto por ahí) y no hay más remedio que reír cuando al final dice: “¡Oh, perdón!”. Hay que ser ellos para disfrutar esas gracias. Y ya, creo que esta era la dificultad de escribir este texto, finalmente salió (¡oh, perdón!).
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