Esta mañana mi inconsciente me sorprendió en la ducha con dos videoselfies de mi adolescencia jugando basket. El primero fue de un partido contra el Helvetia. Nos estaban ganando por paliza, el final del partido estaba cerca y entró el jugador más pequeño a disfrutar de los pocos minutos que quedaban. Hicieron una buena jugada y quedó solo para hacer el doble salto. Para mí hubiera sido muy fácil bloquearlo pero decidí no hacerlo: pensé que dos puntos más en contra no eran nada y en cambio serían algo significativo para este jugador. Encestó y su felicidad fue mayúscula, celebró como Iniesta anotando el gol en la final del mundial contra Holanda.
Alguien pudo verlo como la humillación final, que hasta el más pequeño del Helvetia hubiera encestado, pero para mí habría sido peor bloquearlo y privarlo de ese pequeño instante de gloria.
El segundo videoselfie no me fue tan favorable. Me recordó un partido contra el Nuevo Reino de Granada. Mi amigo Mauricio Forero, el mejor jugador del NRG y uno de los mejores de la Uncoli nos robó un pase y salió corriendo a encestar. Cuando iba a terminar su salto doble no salté a bloquearlo sino que lo empujé para que no encestara. Todavía hoy no entiendo por qué reaccioné así. Por fortuna el empujón no fue tan bárbaro y él no se lesionó. Lo primero que hice fue disculparme con él. Me miró disgustado, pero igual me estrechó la mano. Los jueces me pidieron que me quedara quieto mientras se calmaban los demás jugadores en el otro lado del campo. Algunos querían venir a golpearme. Nunca, ni antes ni después, había hecho una falta antideportiva. Todavía me molesta recordarlo. O sí: me doy cuenta de que he empujado varias veces con mis palabras a gente que me molesta.
Los mensajes de los videoselfies son entonces claros.