Quizás nos conocemos menos de lo que creemos. Quizás por ello es bueno ir al pasado y entender por qué nos pasa lo que nos pasa. Cuando de niño mi padre me llevó a acompañarlo a votar pidió que por favor me tiñeran el dedo de rojo, como hacían en esa época los electores para dejar en claro por cuál partido votaban. Era una práctica que fomentaba la polarización entre rojos y azules, como si nada se hubiera aprendido de la Violencia.
La más reciente polarización electoral fue entre el Sí y el No, con la maquinaria santista estigmatizando a los del No como los enemigos de la paz. Las Farc, que a lo largo de su existencia también han contribuido a polarizar la sociedad según su ideología de turno, no faltó a la cita tampoco: proletariado, lumpen proletariado, burgueses capitalistas cuando eran marxistas leninistas; ahora que son socialdemocrátas: progresistas vs enemigos de la paz.
En suma, el país sigue sin aprender a llevar las diferencias de manera consensuada, el famoso estar de acuerdo en el desacuerdo tan utilizado por la diplomacia. El mínimo ejercicio de tolerancia de aceptar el disenso de otras personas sin ver en estas una amenaza. Quienes se niegan a aceptar este mínimo piensan que la tolerancia es una práctica hipócrita, que no se tolera al otro sino que se le aguanta o se es condescendiente con él pero no se le acepta como tal. De ahí que para estos intolerantes lo más honesto sea odiar visceralmente al otro –y demostrarlo: dedo azul o rojo, proguerra o propaz. Es, desafortunadamente, la gente que más dificulta llegar a un consenso.
Ser azul o rojo también está ligado a la rosca, al adolescente es de los míos, como identidad grupal que diferencia de los otros, tan útil para segregar a opositores como Uribe o Pastrana, para después tener que retractarse de palabras que harían imposible el acercamiento al otro. De La Calle es un hombre curtido en estas retractaciones. Recuerdo cuando en la consulta liberal de 1994, la que nombraría al candidato del partido a aspirar a la presidencia contra Andrés Pastrana, De La Calle juró que si no era candidato a la presidencia no sería jamás candidato a la vicepresidencia.
Perdió ante Samper. En ese momento yo trabajaba como asistente de investigación de un renombrado politólogo: «¿Quién será el vicepresidente ahora?», le pregunté. Su respuesta me dejó perplejo: «De La Calle». «Pero si él juró que no sería fórmula vicepresidencial de nadie», exclamé yo. Él, con sorna, me reformuló la pregunta: «¿Y usted todavía les cree a los políticos?». Eso de la post-verdad es taaan 1990: De La Calle terminó siendo el vicepresidente del gobierno del Proceso 8.000.
El mismo De La Calle, el hombre que salió afirmando que había firmado el mejor acuerdo posible, nos dice un par de semanas después de la victoria del No que, efectivamente, el acuerdo podía ser mejorado y que de hecho ahora gracias a los del No tenemos un mejor acuerdo que el anterior. Por la polarización del país es evidente que todavía hay mucha gente que les cree a los políticos, incluyendo los radicales que le creen a Santos que la dicotomía de la negociación es paz o más guerra. La caña de las Farc no les da tanto para seguirle la cuerda y se sostienen en que quieren la paz ahora y no van a parar hasta lograrla.
Varios de los que apoyamos finalmente el No estábamos en el grupo de indecisos que sentíamos cómo la hoja de la espada de Damocles que nos puso Santos acariciaba nuestras conciencias partiéndonos entre la paz y la guerra.
Para mí fue determinante el triunfalismo de las Farc: el cinismo de afirmar que todos los actos de lesa humanidad quedarían impunes por ser conexos a la rebelión fue demasiado. Mi voto por el No sigue sin representación en la mesa de negociación: hace falta el mea culpa de las Farc por haber insistido en la vía armada, en especial luego de sabotear el proceso de El Caguán. Insisto, cadena perpetua para los analistas farianos que convencieron al Secretariado de que la victoria armada era posible. Toda la carreta del marxismo-leninismo terminó reducida a una versión similar a la reforma agraria ya planteada en la C-91. Las Farc sorprendió al mundo no se sabe bien si con el enfoque de género, algo que jamás ha practicado en sus filas, y que terminó diluido en la negociación con los sectores más conservadores del país (Ordóñez y los cristianos evangélicos). No es que sea una gran derrota para las Farc, al fin y al cabo el lenguaje incluyente no era más que una forma de maquillar de progresista o revolucionario el Acuerdo, una concesión que puede hacerse con gesto magnánimo como señal de voluntad negociadora.
Tiene razón Pastrana en pedir que el nuevo mejor acuerdo posible sea refrendado por un segundo plebiscito, en el que la mayoría de la masa votante del país le pueda decir sí y queden totas las partes comprometidas: lo más importante del segundo acuerdo no son los cambios introducidos sino las partes involucradas (Farc, Gobierno y Oposición). De esta manera se disminuirá la posibilidad de que sea atacado en el Congreso, que siempre podrá encontrar el articulito para vulnerar cualquier blindaje jurídico, ese pequeño homenaje al realismo mágico que se permitieron los negociadores de La Habana.
El No también moderó el aire triunfalista de las Farc. Les mostró que hay una mayoría que no les quiere consentir sus gracias ni los ve como la alternativa política que sigue necesitando de manera sentida el país. Otra cosa es que logren asimilar esa realidad. Ojalá los siguientes pronunciamientos se den en las urnas y las Farc sepan acatarlos, que no atacarlos.