Juramento de bandera

Estoy terminando de leer Anatomía del amor: historia natural de la monogamia, el adulterio y el divorcio, de la antropóloga estadounidense Helen Fisher. A partir de los descubrimientos neurológicos de las últimas dos décadas, la autora cree que el amor responde a patrones biológicos que compartimos los humanos con otras especies: si observamos los ritos de cortejo de los chimpancés, por ejemplo, encontraremos muchas similitudes con el diálogo entre un par de personas que se sienten atraídas entre sí en cualquier bar del mundo. La mirada copulativa que sostiene un hombre o una mujer hacia una persona que le atrae durante dos o tres segundos —en los cuales se dilata la pupila en caso de extremo interés— es la misma que sostienen los chimpancés antes de emparejarse, o los babuinos durante la cópula; de ahí que en ciertos países árabes se use el velo: la gente teme a la pasión que puede desencadenar la mirada copulativa. En pocas palabras, nuestra necesidad de amar, de enamorarnos, de encontrar una pareja es una simple necesidad química de nuestro cerebro, igual que sucede cuando tenemos hambre: el cerebro recibe una señal de vacío en el estómago y nos ponemos a la búsqueda de alimento. Al enamorarnos, según Fisher, estamos siguiendo entonces los mismos patrones que los animales: necesitas amor ergo busca una pareja.

J., mi novia, me regaló el dvd ¡Rugido! Los leones del Kalahari, y después de leer a Fisher, no sé si lo hizo porque me gustan los documentales de animales o porque me está sugiriendo que puedo aprender mucho de los leones y descubrir patrones míos que se asimilan a los del rey de la selva. Sin embargo, después de ver el documental y concluir qué dura es la vida de los leones, quise hacer mi propia investigación a lo Fisher sobre qué tanto siguen las mujeres los patrones de cortejo de las leonas, si obedecen a un mismo patrón químico o si los milenios de evolución de la especie humana, la cultura, la educación, y en últimas, la civilización, han logrado darle una dinámica diferente al ser humano, si la conciencia o la razón aún cuentan para algo. Me propuse entonces convertirme en la sombra de J. durante el fin de semana, equipado con una libreta de apuntes y una cámara digital.

La primera coincidencia que encontré fue el ritual de marcación del territorio. De la misma manera que los leones arañan árboles y orinan sobre ellos, J. empezó a traer objetos personales a mi apartamento que no dejan el más mínimo margen de duda a otra leona visitante de que ese es su territorio. La filmé preguntándome cuáles pantalones y camisas ya no utilizo para cambiarlos de lugar y poder colgar sus vestidos. La seguí al baño, donde lavó sus slips, los dejó colgados en la ducha, se lavó los dientes con su cepillo eléctrico y luego lo puso a cargar. Después ordenó un poco sus elementos para maquillarse y dejó su secador de pelo a la mano. Tomé notas: “J. no sólo ya marcó su territorio, sino que además se preocupa porque siga bien marcado. ¿Refleja esto un gran interés por su pareja? Creo que sí —y me sentí halagado—. Eso sí, me expulsó del baño cuando fue a orinar: olvídate que me vas a filmar en estas, apaga la cámara o te sales ya. Fiel a mi misión del fin de semana, opté por salirme, pero quedé con la duda: ¿estaba cumpliendo con una necesidad fisiológica o estaba terminando el rito de marcación del territorio?”. Sin duda, Fisher me estaba cuestionando.

Mientras ella estaba en el baño, aproveché para hacer un paneo sobre otras señas de marcación del territorio: encontré un dvd de Sting en concierto, discos compactos de Cesaria Evora y Lhasa entre los míos, Seda de Alessandro Baricco, Lying on the Couch, la novela de Irvin Yalom que está leyendo en inglés porque no le gustó la traducción en español, y otro del Dalai Lama, El arte de la felicidad. Apenas observé que salió la seguí de inmediato. Noté  también que dejó preparando la tina para uno de sus usuales baños de burbujas; nota: “ ¿Comparte la misma necesidad de ocio y relajamiento que las leonas luego de regresar de cacería?”.

Fue a la cocina y empezó a arreglar los girasoles que compramos en el mercado de flores. Una vez que los había cortado, los colocó en diferentes lugares: al dejar tres en mi estudio, me dijo: Para que te acuerdes de mí. Nota: “Confusión. Si bien el lenguaje hace una de las grandes diferencias con el resto de los animales, no recuerdo escenas de ninguna leona teniendo estos detalles con su león. ¿Tambalea la teoría de Fisher? ¿Es este un gesto exclusivo de las mujeres? ¿O es acaso un ejercicio más sofisticado de marcación del territorio, marcación psicoafectiva talvez? De ser así, sería una gran diferencia con las leonas: una vez que el joven león expropia al viejo león de su reino (harem incluido), se someten al nuevo león sin ninguna señal de duelo (aunque con una leve incomodidad, es cierto): ¿a qué patrón biológico responde entonces esta necesidad de exclusividad? Reconozco que mi objetividad como observador se ha visto minada de nuevo: los girasoles de J. en mi estudio me conmueven. Necesito tomar un poco más de distancia con mi objeto de estudio”.

J. regresó a la tina y creo que descubrí un cierto placer exhibicionista, un gesto de complicidad con la cámara. Nota: “Este comportamiento sí es fácil de identificar. Registro en aras de la verdad científica los efectos secundarios que empiezo a experimentar: la piel color y sabor caramelo de J. es una gran tentación, pero hago un gran esfuerzo por mantenerme concentrado en mi tarea”. J. me invita a entrar en la tina con ella, pero sigo fiel a mi propósito. Eso sí, como en los documentales, me permito registrar el brillo del agua en la piel de J., y grabo desde diferentes ángulos todos los cuidados que se brinda a sí misma. Nota: “A diferencia de las leonas, J. está jugando con la cámara. ¿De dónde viene este impulso del juego, del buen sentido del humor? Fisher se está quedando corta, me parece. J. estira una pierna, la recorre con la esponja y mueve los dedos de los pies como saludando a la cámara: ¿está saboteando mi misión? En todo caso, cómo ha evolucionado el rito del cortejo”.

Una hora después, completamente relajada, J. me pide que le alcance una toalla y que la seque. Le digo que no puedo porque tendría que dejar la cámara. Ella se disgusta un poco y parece que se está cansando con el juego de ser su sombra. Nota: “¿Los leones tienen este tipo de discusiones? Fisher diría que es una reacción propia del cerebro ante la frustración”. J. se dirige a la habitación. Empieza a iluminarla con velas y siento cómo el perfume de su cuerpo fresco empieza a invadir todo el espacio. Se acuesta de espaldas en la cama y escribo otra nota: “Peligro: el proyecto de investigación está a punto de ser abortado”. J. descansa plácida sobre la cama y se contempla por un instante. Comienza a jugar un poco con su pelo y luego pasa a acariciarse. Selecciono la opción blanco y negro de la cámara, escojo el lente panorámico y filmo el recorrido de su mano. La lleva con los dedos distendidos por su pecho, hace algunos giros alrededor de sus senos, y sube y baja con gran armonía y simetría ambas manos a lo largo de su cadera. Improvisa una flor de loto con sus piernas y desliza sus manos hasta las rodillas. Sigue haciendo giros con las manos por diversas partes del cuerpo, pone uno de sus pies debajo de la cámara y con delicadeza y precisión hace que apunte a sus ojos. Apenas alcanzo a escribir la que será la última nota: “Todo lo que dice Fisher sobre la mirada copulativa es verdad”. Ven  Daniel, vas a descubrir la investigación acción-participativa.

Me desarma de cámara y bloc de notas, y empieza a desvestirme. No había planeado esta metodología de estudio: mi corta carrera como antropólogo biológico encuentra su final. Desnudo, J. me amarra cada brazo a un extremo de la cama. Me regala un beso profundo, largo, multicolor que acaba con mis resistencias. Sus manos ahora me recorren, sus labios y sus besos empiezan a descender por mi cuerpo, y me dice: ¿Querías filmar un rito de marcación de territorio? Guarda muy bien este, porque más te vale que nunca se te vaya a olvidar. Me cubre con su cuerpo y siento de súbito su mano apretándome firme: Sí, así, ponte firme e iza tu bandera, júrame que es mía y solamente mía. Pasó a tomar mi juramento: la llevó entre su boca, la besó largo entre sus labios, jugó con su lengua y no tuve más remedio que decirle: Sí, J., es toda tuya. Una nueva mirada directa a los ojos, prométeme que no va a ser de nadie más, que solamente a mí me pertenece. No quiero siquiera imaginar qué puede sucederle a un traidor en estas circunstancias, pero igual era toda suya, la había conquistado: J., lo prometo, es toda tuya, no será clavada en ningún otro territorio que no sea el tuyo. La tomó entre sus piernas y me regaló una larga e intensa noche de iniciación: mi bandera se izaba ahora desafiante en su territorio y los fundíamos en uno solo hasta el amanecer.

A la mañana siguiente, cuando me encontré con el libro de Fisher, le agradecí la iniciativa del video con J., pero toda su investigación palideció ante las sorpresas que solamente una mujer puede dar, a la experiencia sublime, mística de la unión con ella y sin precedentes en el mundo natural: no encontré ninguna idea de cómo Fisher la podría explicar. Escuché a lo lejos el llamado de J. Preparé una ensalada de frutas con fruición y regresé dichoso a la habitación, con un beso listo entre los labios, dispuesto a que ella renovara mi juramento y a prometerle fidelidad incondicional a nuestro nuevo territorio. Mi bandera ondeaba firme también. La reiniciación del rito no daba espera.

 

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