La diva y el minotauro

1.

Ya sentenciado a muerte, la madre de Juan Pablo Escobar ofreció su vida como garantía de que su hijo seguiría un camino diferente al de su padre y acatarían la condena al ostracismo. Los capos del Cartel de Cali aceptaron y fueron muy enfáticos con Juan Pablo: «Pelao, lo que debe tener claro es no meterse al ‘traqueteo’ ni con combos o cosas raras; entiendo lo que usted pueda sentir, pero tiene que saber y aquí todos lo sabemos, que un toro como su papá nunca más volverá a nacer». No fueron los primeros que vieron en Escobar la reencarnación del minotauro.

2.

Una práctica común en la Costa y los Andes colombianos es el arte de torear a las personas, el conocido bullying, bajo la máxima el que se enfurece, pierde. Por eso son tan apetecidas las personalidades fosforito, son las que mejor faena ofrecen. A sus 32 años, en el pico de su carrera como periodista y posicionada ya como diva nacional, Virginia Vallejo decide que ella va a domar al minotauro Escobar: ella será capaz de poner a la bestia a sus pies. No necesitó de la ayuda que Dédalo brindó a Pasífae; su armadura no fue una vaca de madera sino sus modales refinados, su velocidad mental para ver la realidad y las conexiones en el tejido social, su personalidad simpática y seductora, y su atractivo físico. Su libro de memorias es la historia de cómo le cortó la cabeza al minotauro Escobar. Cuando ella dice Amando a Pablo hay que leer ese amor en la misma clave entre los taurófilos y el toro de lidia: lo aman, pero desean su muerte al final.

3.

Después de los días de vinos y rosas, aunque en este caso es más de vinos, aviones y rosas, el cerco se estrecha y empieza la búsqueda de la cabeza del minotauro. Sea dicho, una faena a su altura.

Virginia cuenta cómo logró hacer que le hirviera la sangre al minotauro: viajó a Cali a acostarse con su gran enemigo, el Ajedrecista, quien además estuvo a punto de darle la vida que ella deseaba: «Cuando Pablo me ve, sólo tiene una cosa en mente: quitarme el vestido; las ocho horas de conversación vendrán mucho después. Cuando Gilberto me mira, en cambio, sólo tiene una cosa en mente: la novia de Escobar. Y cuando yo observo a Gilberto sólo tengo una cosa en mente: la competencia de Pablo». El Ajedrecista entiende de qué va el juego y le ofrece a Virginia ser su amante de fines de semana en París. Ella empieza a visualizar la propuesta:

Lentamente comienzo a responderle, es decir, a enumerar mis condiciones para convertirme en la amante parisiense de uno de los hombres más ricos de América Latina —sin sacrificar mi libertad— y de las razones para cada una de ellas: no viviría en un departamentito con un autito, porque para eso puedo casarme con cualquier aburrido ministro colombiano con penthouse, Mercedes y escoltas, o con cualquier marido francés de clase media; él tendría que mimarme, como hacen los hombres excepcionalmente ricos en todas partes del mundo con las mujeres representativas de quienes se sienten orgullosos en público y aún más en privado, porque mi refinamiento podría llenar su vida de alegría sin mucho esfuerzo y mis amistades elegantes podrían serle increíblemente útiles para abrir muchas puertas; si llegáramos a enamorarnos, lo haría sentir como un rey cada día que pasáramos juntos y no se aburriría un minuto de su vida; pero si un día él decidiera dejarme me llevaría únicamente las joyas, y si yo decidiera dejarlo para casarme con otro me llevaría únicamente mi guardarropa de alta costura, requisito sine qua non en París para la mujer de un hombre que quiera ser tomado en serio.

Un día antes de darle el sí a Rodríguez Orejuela lo captura la policía en Madrid y Virginia «ya no podrá vivir en París como Dios manda». Debe regresar a Colombia donde la aguarda la ira del minotauro, sus ganas de embestirla, literalmente: «Al Capo di Tutti Capi su mujer no le pone los cuernos con el enemigo delante de sus amigos». Si recordamos que la expresión poner los cuernos viene de ese encuentro entre Pasífae y el toro de Minos, ponerle los cachos a un minotauro es ya una invitación al choque frontal.

La obliga a visitarlo en su refugio en la selva, en el corazón de su laberinto, y se lanza a empitonarla sin piedad alguna. Así lo narra Virginia:

Me arranca la parka, desgarra mi blusa, me arroja sobre aquel enorme colchón blanco de rayas azules, me zarandea como a una muñeca de trapo, intenta cortarme la respiración y comienza a violarme mientras gime y aúlla como una fiera […].

La agredió casi hasta matarla, estuvo a punto de morir asfixiada. La dejó tirada en el piso, sin saber si estaba viva o muerta. Ella empieza a recuperarse lentamente. Sabe que será la última vez que se verán, se viste humillada y empieza a preparar la estocada final:

[…] Luego —como Manolete a punto de descabellar a un miura con la más calculada precisión y con un tono de voz que he ensayado mentalmente una y otra vez— le digo a Pablo Escobar lo que sé que ninguna otra mujer le ha dicho ni le dirá mientras viva:

—Pues… verás… tampoco hay muchas con mis pautas, mi vida. Y lo que siempre había querido decirte —sin temor a equivocarme— es que a ti te gustan las niñas, no porque no tengan pautas de comparación con otros magnates… sino porque no tienen pautas de comparación con… símbolos sexuales. Adiós, Pablito.

En realidad, la estocada final vendría más tarde.

4.

Aún se sigue debatiendo quién fue el que le dio el balazo final a Escobar sobre el tejado. Lo que no se sabía es que fue Virginia quien llevó al minotauro a su ruedo final. Ella sabe calcular muy bien sus venganzas: si El Ajedrecista se burla de ella delante de todos sus amigos y empleados, ella dirá que fue uno de sus peores amantes; si Juan Pablo Escobar la llama una amante más sin importancia de su padre, ella describe cómo una llamada suya a sus contactos influyentes en Alemania bastaron para cambiar su vida, las de su hermana, su madre y su padre.

Fue ella quien puso en alerta a las autoridades germanas para que no los recibieran. Y así llegó el momento de traer al minotauro al coso a enfrentarse con sus enemigos. La deportación de su familia de Alemania terminó por enloquecer a Escobar y propició que cometiera el error que le costó la vida: la llamada prolongada a su hijo Juan Pablo en las Residencias Tequendama. Virginia contempló desde el palco cómo al menos cuatro actores reclamaron haberlo matado. Su hijo incluso afirma que fue su padre quien acabó con su propia vida. Pero el detalle de la bala es para series como las de Netflix. En este encuentro casi mitológico, su faena estaba terminada: el minotauro murió a sus pies y la diva quedó presa en su laberinto.