De las ilusiones más emocionantes entre los amantes se encuentra la sensación permanente de estar enamorados, como por primera vez. Suspiré profundo por Lina, la esposa de Juan, y decidí pasar por el parque de las flores a buscar unas rosas de aroma penetrante, tal como lo exigía el encuentro de esa noche. La selección del color me pareció esta vez menos importante: todo valía con Lina, lo importante era la sorpresa, el detalle. La vendedora de rosas me veía con una cara medio romántica, como que intuía la celebración que propiciarían sus flores y que interrumpía a veces para llamar la atención de alguna de sus hijas que jugaba a las escondidas entre los cubos de agua. “Coquito, ¿no me reconoce?”. Sólo una persona en el mundo me llamaba Coquito:
– ¿Tránsito? Increíble, cuántos años, no la reconocí.
– Shhh, pasito, ahora no me llamo Tránsito, sino Luz Helena. Me cambié el nombre hace 20 años.
Tránsito fue la primera mujer que vi desnuda aparte de mi mamá. Tendría yo alrededor de 8 años y ella era empleada en la casa. Una tarde el volumen de su radio estaba altísimo, sonaban unas rancheras horribles y yo iba dispuesto a esconderle otra vez las pilas al transistor de Tránsito. El bombillo de su baño estaba dañado, entonces decidió tomar una ducha con la puerta del baño abierta y olvidó cerrar la de su cuarto. A medida que me acercaba escuché una cascada de agua cuyo origen desconocía. Me asomé a su cuarto y a día de hoy no he podido olvidar el brillo del agua en su piel, los recorridos que hacía por su cuerpo de firmeza natural, de curvas desafiantes, la manera como se enjabonaba y las burbujas que se desprendían juguetonas de sus senos. Ella tarareaba a Vicente Fernández y por primera vez canté con él también, queriendo unirme a la fiesta. Envidié en ese momento no tener las patillas de Chente, esas que derretían a Tránsito cada vez que lo veía en la televisión: “¡Mire esas patillas! ¡Qué hombre!” y lloraba como una fan histérica. Yo sentía una tímida erección, de hecho, era mi primera erección que se asomaba al mundo. Apuntaba de manera natural hacia ella, pero obviamente en ese momento no tenía mayor idea de cómo aprovecharla, no sabía qué hacer. Ella cerró la llave y se giró a buscar una toalla: ahí me vio totalmente entregado al espectáculo de su cuerpo y salió corriendo para echarme de su cuarto.
Por unos instantes sus senos rotundos se acercaron bamboleantes hacia mí, estiré mis manos para saludarlos feliz también, pero las de ella fueron más rápidas, se adelantaron y me botaron del cuarto: “No me saque, yo la seco, mire que está mojando todo el piso”. Y vino una larga semana de padecimiento. Me convertí en un cazador implacable, un depredador guiado genéticamente por el españolísimo refrán aquí te pillo, aquí te mato, al acecho de cuándo tomaría Tránsito otra ducha vespertina. Quería verla desnuda de nuevo, a como diera lugar. Y tocarla.
Agucé en la penumbra mi oído para descubrir en qué momento iría a ducharse. En el proceso, escondido tras la alberca, tuve que padecer muchas rancheras: después de tres días seguidos de tenerla como banda musical de mi aventura (cortesía del transistor de Tránsito) aprendí a apreciar la música popular mexicana. Hoy alegro la noche a veces cantando Sombras o Payaso de Javier Solís, o los grandes éxitos de Chente. También tengo presente que en el LEY y en el TIA siempre hay grandes ofertas.
La resistencia de una campesina cundiboyacense es una de las mejores pruebas para desarrollar el carácter de un amante en ciernes. Aprendí que vencerla es un proceso largo que puede resumirse con el cubanísimo el que la sigue, la mata, así el seguimiento tome semanas y toda clase de estratagemas. Y digo amante en ciernes porque viéndolo en retrospectiva, Tránsito estaba ennoviada con Pedro, el de los domicilios de Supermercados Torres.
Gracias a su romance viví un extraño período de abundancia. Tránsito me preguntaba: “¿Quiere dulces o una Bom Bom Bum Coquito?”. A sabiendas de su ansiedad de ver a Pedro, me tomaba el tiempo para responder: “Mmm… déjeme pensarlo… bueno, está bien, una Bom Bom Bum”. Y en menos de dos minutos estaba Pedro timbrando con las Bom Bom Bum en la puerta. Las visitas dentro de la casa, como en todo contrato de esclavitud doméstica, estaban prohibidas, entonces las despedidas en la puerta eran larguísimas y se decían cualquier cantidad rarísima de cosas, que se la iba a llevar a o con Pacho (no entendí bien) el fin de semana y que le iban a hacer quién sabe qué cosas en el río. Años después, cuando fuimos a la finca de unos amigos de la familia, tuve que reír pensando: “Así que este es Pacho… bonito pueblo, gusto de conocerlo, ¿dónde quedará el río?”. Decidí agregar una cláusula adicional mediante la cual me reservaba el derecho exclusivo de las visitas al cuarto de Tránsito. Nunca hubo grandes fiestas ni nada por el estilo, solamente jornadas inocentes de exploración del cuerpo humano.
La integridad de una campesina cundiboyacense también es ejemplar. Tránsito renunció al trabajo diciendo que se iba a vivir con Pedro. Me sentí traicionado pero hoy entiendo que estaba horrorizada por las cada vez más frecuentes exploraciones del niño de la casa y tenía que pararlas a como diera lugar.
– Luz Helena, ¿las niñas son de Pedro?
– ¡No, qué va! Pero todas sí son del mismo papa, no vaya a creer que soy terrible. Lo último que supe de Pedro es que se fue a buscar trabajo a La Dorada y no volví a saber de él. ¿Usted todavía lo recuerda Coquito?
Reconocí su sonrisa pícara, la misma que ponía cuando le cantaba Duérmete Tránsito, duérmete ya, que viene el Coquito y te comerá. Se hacía la dormida y el Coquito… bueno, la asustaba con sus manitas de caricias infantiles. Pero igual me daba una gran dificultad y dolor en el estómago aceptar que era la misma persona: estaba tan cambiada. Era una metamorfosis completa de Tránsito a Luz Helena. “Qué país de mierda”, pensé. “¿Cómo es posible que una mujer tan bella como Tránsito termine convertida en esta regordeta fofa, casi sin dientes, de Luz Helena?”.
Aunque apenas me llevaba siete años, Luz Helena parecía ahora 20 años mayor. Su cuerpo reflejaba toda la dureza de la vida que le había tocado: ser madre cabeza de familia con 3 niñas, mal alimentadas y sin seguridad social ni ayuda de ningún otro tipo, sin tiempo ni dinero para ir al gimnasio o a algún salón de belleza, salvo que tuviera que ir a limpiarlo. Vi a sus hijas, herederas de la misma alegría natural, y sentí impotencia al suponer que les esperaba en unos cuantos años la misma metamorfosis. Le di el teléfono de mi mamá seguro de que le gustaría verla de nuevo y quizás le ayudaría a conseguir trabajo en la floristería de una de sus amigas: ¿qué más podía hacer yo?
Al final de la conversación Luz Helena había creado un arreglo hermoso de rosas blancas que anticipaba la lluvia de besos de Lina. Se lo pagué como la obra de arte que era y nos despedimos de abrazo:
– Me cuenta cómo le va con las rosas Coquito.
– Pues con este arreglo ya se imaginará Luz Helena, paso otro día por aquí y le presento a mi novia. Muchas gracias, hasta luego niñas.
Al subirme al auto volví a despedirme a la distancia de Luz Helena, vi de nuevo la cara pintada de tierra de sus hijas, la ropa desgastada y llegó a mi cabeza el eslogan oficial: “Colombia, país de oportunidades”. Miré el reloj y aceleré. El reencuentro de los amantes no daba más espera: el esposo de Lina regresaría en dos horas y media de trabajar, trabajar y trabajar y no podíamos desaprovechar un solo minuto más. Sentí la memoria de sus labios y salí volando a buscar la Circunvalar.
3 Comments
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Bonita historia que refleja además la vida de la mayoría de colombianos.
Un abrazo gigante!
Yo me atrevo a afirmar que las niñas son de Coquito.
Gracias Lully, una metamorfosis diaria, tienes toda la razón.
Jacobo Z: qué bestia. El pobre Coquito no tiene hijos (que él sepa).