Mi abuelo nació en Ituango, hacia 1914; mi abuela, en Puerto Valdivia, en 1920, ambos pueblos antioqueños muy pequeños. Su primera hija, mi tía Amparo, nació en Berlín, no la capital alemana sino otro pueblito antioqueño. Mi madre Isabel fue la primera bogotana de esta familia paisa. De niños vivíamos cerca de la casa de los abuelos. Pasábamos varias tardes en su casa y la convivencia con ellos me enseñó la cultura antioqueña. Con mi abuelo salíamos a caminar, lo acompañaba a los cafés a escuchar música, beber aguardiente con sus amigos y ocasionalmente jugar cartas. Pero el día que vi en todo su esplendor la obra de Fernando Botero fue cuando me encontré con su cuadro «La siesta»: de inmediato vi a mi abuelo cabeceando después del almuerzo. Esa emoción compartida con la pintura de Botero me enseñó la dimensión estética de su obra, si por estética se entiende más que la búsqueda de la belleza, la afección de las emociones del ser humano. Botero tocó mi corazón, y desde entonces no ha dejado de
hacerlo.
Visité el domingo pasado el último día de su exposición en La Haya. De entrada me sentí en casa: el primer cuadro era los bailadores de Tango, y aunque no aparece la palabra Tango en el título del cuadro, es la música que se escucha en los cafés tradicionales antioqueños, en los que abrieron en Bogotá sus descendientes paisas y en últimas es lo que definitivamente están bailando por la forma en que la mujer arrastra su pie siguiendo la mano del hombre en su espalda. De tanto acompañar a mi abuelo, recuerdo varios tangos de aquellos.
Luego venía una sorpresa inesperada: un retrato de Giacometti, el maestro antípoda de Botero, pues sus caminantes son el reflejo inverso de la búsqueda del volumen de Botero. Comprendí la magnitud de la exhibición cuando me giré y vi a Napoleón y Josefina, dos de sus obras más valiosas. Pero igual, todo seguía siendo ese paseo guiado que Botero, como gran anfitrión paisa, hacía por el mundo de nuestros antepasados, de una Antioquia que todavía puede encontrarse en la Colombia de 2003 aunque haya que caminar bastante para verla.
Los paisas son en su mayoría personas muy amables y encantadoras, y Botero no es una excepción: la sensualidad de sus cuadros y la bella amabilidad de los colores de su paleta tienen un origen inconfundible. Su sentido del humor también es una herencia antioqueña, muy elegante sin dejar de ser picante, saleroso. ¿Qué sería de esa bella pera monumental sin ese gusanillo que se ha paseado por ella mientras el pintor hacía su obra y sale al final agotado del festín y del viaje? ¿O de la Noche sin esos diablos y diablitas que rondan por la ciudad?
La vanidad de la mujer antioqueña también aparece varias veces en los cuadros de la exposición. Que hoy en día Medellín sea llamada Silicon Valley por la cantidad de mujeres que caminan con balones de silicona en el busto, las nalgas y quién sabe por cuáles otras partes, tiene raíces centenarias: todo con tal de verse muy hermosas, porque como dice una amiga paisa, la competencia está dura.
Esto me hace pensar que hay un tema en particular que no he encontrado en la obra de Botero: la seducción por la palabra de la que son susceptibles las antioqueñas. El cuadro más aproximado es La carta. Ya nos parece una época remota, pero antes del correo electrónico, estas cartas eran fundamentales para mantener viva la llama del amor. Recuerdo en especial que cuando aprendí a escribir le llevé de regalo una tarjeta del día de la Madre a Rosita. A mitad de la carta ella se lanzó a llorar, conmovida por la ternura de ver a su nieto leyéndole un poema. A mí me desconcertó y hoy sé que ese fue mi primer fracaso literario: el poema era una historia de aventuras entre ella y mi abuelo con una rosa a caballo (como fiel lector de El Llanero Solitario) cuyos pétalos se caían por el afán de la estampida furiosa hacia las montañas. Traté de crear un efecto cómico y por lo mismo no entendía que mi abuela llorara desconsolada… Tiempo después supe –gracias a su primer libro de poemas– que mi abuelo llegaba a cortejarla a caballo, en un «percherón blanco de inmaculada belleza» (igualito a Plata, el del Llanero Solitario). Me imagino que también le llevaría rosas cuyos pétalos se perdían corriendo a galope hacia las montañas y que el poema que le dedicaba le traía la reminiscencia de aquellos años mozos.
A pesar de todas las críticas que recibe Botero por su gran éxito mundial tanto a nivel de popularidad como económico, para quienes conocemos y compartimos sus raíces y orígenes, sigue siendo un narrador más de la familia que nos sorprende con las historias de sobremesa que trae cada vez que sale a la calle a ganarse el pan. Tal como lo hacía mi abuelo…
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