Las trampas de la memoria

Creo que alguna vez leí una novela con este título. Si no, es un ejemplo perfecto del título. Esta semana pasaron de visita un par de amigos en su tour maratónico por Europa: 18 ciudades en 30 días. Recordé el chiste de otra pareja de viajeros: uno de ellos se asoma a la ventana del hotel, pregunta “¿qué día es hoy?”, ella responde: “Miércoles”, “¡ah, entonces esto debe ser Budapest!”, exclama él. Pasa todo tan rápido que no se alcanza a saborear nada. El único fin de estos viajes quizás sea hacer un inventario de lo que realmente vale la pena visitar.

Les comentaba la invitación que me hizo F. a un restaurante con dos estrellas Michelin (se ganó la invitación para dos personas en el bazar de la ONG en la que participa). Mis amigos me preguntaron que qué tal el restaurante. Les dije que había sido una experiencia inolvidable, pero cuando quise detallar el menú, solo recordé tres de los siete platos. De regreso a casa busqué en mi diario si tenía el listado de los platos, pero no lo anoté sencillamente porque creí que sería inolvidable.

Con el tiempo estoy notando que mi memoria efectivamente se está volviendo selectiva. Ya no distingo los conciertos para piano de Tchaikovsky de los de Chopin. También fallo en reconocer el título de melodías muy comunes. Aún así, hice la prueba de escoger diez archivos al azar de mi colección de música digital y logré identificarlos todos. Lo cual me hace pensar, quizás por otro tipo de trampa, que no se trata de un caso de pérdida de la memoria sino de selectividad.

Al hablar de selectividad caigo en otra trampa de la memoria que me trae la imagen de Saúl Álvarez. Recuerdo que en una charla con él me contó que estaba haciendo limpieza de su colección de música, que ya no le interesaba coleccionar todo sino solamente lo que más le gustaba. En este proceso salió de cuatro mil discos. Algo similar parece que está haciendo mi memoria.

Me trae ahora la bellísima descripción que hace Borges del libro:

De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.

Por extensión puede decirse lo mismo de los diarios personales y las bitácoras. A la consabida pregunta de por qué escribir se puede agregar este valor mnemónico, ayudarnos a recordar qué vivimos o cómo lo vivimos en su momento. El juego contrario es inventarse los recuerdos, que da para libros divertidos como el de Vila-Matas con un título similar, Recuerdos inventados, o algo así. Pienso en Bernard Madoff: 145 años más en la cárcel, ¿qué recuerdos le habrán quedado de la vida opulenta que llevó a cuenta de los demás? ¿Ayudan esos recuerdos a consolarse pensando que lo bailao quién se lo quita?

García Márquez se vale de otra trampa de la memoria para abrir Cien años de soledad. Trampa doble, porque amplía ese bello cuento de los condenados a fusilamiento que querrían ser felices en ese instante tal como lo fueron una tarde pescando en el río. Hoy aventuro que son estas trampas las que sostienen o dieron origen al faction. En realidad quería decir otra cosa pero haciendo honor al título creo que se me olvidó.

Disfrutemos de una de las charlas de Borges, de pronto ahí aparece la referencia al libro:

(La lista de reproducción de las Siete noches).