A los 5 años proclamé mi grito de independencia: «¡Me voy de la casa!». Tomé todo lo que necesitaba para emprender mi viaje: empaqué en una bolsa algunos juguetes y en otra unas galletas para comer durante el camino. Al salir de la casa no sabía si ir a la izquierda o a la derecha. Me puse a jugar para dilatar la decisión y al cabo de una hora tuve que comerme mi orgullo y regresar derrotado a mi cuarto, tragándome la humillación final de mi madre: «¿No que te ibas?». «Por lo menos me abrió la puerta», fue lo que pensé, invadido por ese optimismo que no me deja. Quizás de esta experiencia nació mi interés por la utopía y el pensamiento utópico: sin tener un horizonte al cual ir no hay forma de salir del hogar, de tomar las riendas de la vida propia, de ser-en-el-mundo.
La simpatía por don Quijote se hace evidente, como también por todos aquellos tocados por el síndrome de Don Quijote, como Carles Puigdemont. Décadas soñando con una Cataluña independiente y, una vez llegado el momento, se encuentra en la misma posición de ese niño con ínfulas independentistas prematuras, sin saber si ir a la izquierda o a la derecha, atrás o adelante. La gran diferencia es que tiene cientos de miles de seguidores. Recuerda también la escena de Forrest Gump, cuando decide empezar a correr y se le une un ejército de personas que creen ver en él a alguien con una misión y un sentido.
El esfuerzo independentista de Puigdemont se enfrenta ahora al escenario de la gran puerta del Castillo europeo cerrada para él y sus seguidores. Apenas cuenta con el respaldo de Nicolás Maduro, ese gran líder político, y cierto guiño de Vladimir Putin, listo a monetizar el doble rasero de la UE con Kosovo y con Cataluña. Y, ahora, ¿a dónde quieres ir, Puigdemont? ¿A dónde puedes ir en realidad?
Pero no se trata de infantilizar el deseo independentista. Se trata de reconocer que la utopía que propone el President catalán es la de ser el país ideal al que solo el lastre español le impide realizarse pero que desconoce que es gracias precisamente al paraguas de España que ha podido generar su fortuna; cuando el Barça dice que su futuro está ligado a La Liga, acepta explícitamente esta realidad. En el fondo la propuesta independentista no va más allá de querer apropiarse de los impuestos de los catalanes. La realidad es que si se trata de demostrar la eficacia de la autogestión, tiene más motivos el País Vasco para declararse independiente que Cataluña.
La utopía de una Cataluña independiente llega tarde a su encuentro con la historia. Sus líderes no han sabido calibrar el momento histórico por el que pasa la Unión Europea, el peso del Brexit para sopesar cualquier intentona independentista, la enorme fuga de capitales y empresas que la incertidumbre está generando en el sector empresarial, y que en definitiva no tienen la mayoría absoluta representativa ni el apoyo y reconocimiento internacionales que se necesitarían para materializar la utopía.
Cómo me escribía M, lo más probable es que Puigdemont se esté preguntando ahora mismo ¿en qué momento dejé de ser alcalde de Girona? Artur Mas, otro utopista irredento, debe pagar 3.5 millones de euros por su intento secesionista de hace 3 años en menos de 15 días, so pena de ver embargados sus bienes. Es prematuro calcular cuánto le costará el choque con los molinos de viento a Puigdemont.
Para los utopistas más afortunados, una gota fría de realidad es suficiente para salir del síndrome de Don Quijote. A Puigdemont le espera un baño completo. Le enviamos desde esta humilde bitácora utópica una bata para paliar su costoso resfrío. Es hora de volver a su cuarto autonomía y queda en manos de Sánchez, Rivera y Rajoy suavizarle ese regreso a casa.