Microcosmos

Con el equipo de baloncesto de mi colegio nunca clasificamos a semifinales de los torneos de la Uncoli. Nuestro promedio de estatura era muy bajo comparado con el de los cuatro que siempre clasificaban. Viví el bachillerato acostumbrado a que a lo máximo que podíamos aspirar era al quinto lugar, pero igual siempre jugamos contra los grandes con la esperanza y el empeño de ganarles. El San Carlos jugaba con cuatro equipos y cuando el principal ya nos había aplastado, el entrenador empezaba a rotar a los otros tres, todos muy buenos. Jamás olvidaré el intercambio de miradas que sostuve con el entrenador del San Carlos cuando rotó al último equipo ante nosotros, con una diferencia de 50 puntos en el marcador. Quiero pensar que sintió un poco de vergüenza, pero igual nos apalearon sin clemencia.

Un equipo rompió la jerarquía generacional: el Nuevo Reino de Granada, que aceptó que dos jugadores sanandresanos buenísimos y altísimos jugaran con ellos. La combinación de ellos con mi amigo Mauricio Forero, armador, hizo un equipo que llegó a la final del torneo derrotando al hasta entonces todopoderoso San Carlos. Cuando fui a ver la final Nuevo Reino de Granada contra el Helvetia recibí una lección de colombianidad inolvidable. Los jugadores del San Carlos entraron minutos antes de que empezara el partido a la cancha a abrazar a los del Helvetia y a pedirles que ganaran para vengar su derrota. Les parecía sobre todo que fue antideportivo del NRG inscribir a dos sanandresanos solo para ganar en la Uncoli.

Sin darme cuenta me senté en medio de la grada que apoyaba al Helvetia. No iba por ninguno de los dos, solo quería ver un buen partido entre los mejores. Lo reconocía sin problema porque ambos nos habían dado tremendas palizas. En las gradas empecé a sentir la discriminación al NRG: ¿era porque los sanandresanos eran negros? ¿por lo antideportivo de matricular jugadores solo para participar en el torneo? ¿porque los del NRG eran más morenos y los del Helvetia más rubios y suizos? ¿porque los del Helvetia pertenecían a una clase más acomodada que los del NRG? No lo sé a ciencia cierta, quizás era una mezcla de todo.

Fue una experiencia muy desagradable. El Helvetia ganó jugando un partidazo. Tuve la oportunidad de comentarlo con varios de los jugadores con los cuales después fui amigo en la universidad. Vivieron una de esas noches en que todo sale tan bien que nunca se olvida. Lo desagradable fue sentir todo ese rechazo por el oponente que se vivía en las gradas. Gente que lo menos que le importaba era la calidad del juego, lo único que les interesaba era la derrota y, de ser posible, la humillación del equipo contrario.

Hoy he leído en varios lugares que muchos colombianos apoyaban a Alemania como lo hicieron los jóvenes de la Uncoli con el Helvetia. Comenté todo esto con un amigo y me dijo: “Si Colombia hubiera hecho lo de Alemania nadie estaría hablando hoy del árbitro. Julio César no tocó la pelota en todo el partido, ni siquiera en el penalti porque ni lo vio”. La amonestación de Löw a Brasil fue más que justificada. Colombia lo vivió: tras de que le costaba un montón prender el carburador, las faltas de Brasil (una cada tres minutos) le hicieron imposible coger ritmo; solo hasta el final pudo jugar bien contra Brasil. Alemania, con un fútbol de creación, tenía todo el temor justificado de ser destruida por el panzer brasilero.

Quienes hemos sufrido derrotas humillantes sabemos lo largos y agotadores que son esos partidos. Salvo que en este caso hay que multiplicar la experiencia por el número de estrellas en la camiseta de Brasil, pertenecer a un equipo grande (y no de quinta), miles de millones de personas viendo la hecatombe en vivo y en directo y jugando el Mundial de local. Los brasileros estaban tremendamente nerviosos antes de empezar el partido con Colombia. Thiago Silva estaba que se desmoronaba. Tanto que aguanta una comparación con el microcosmos de la Uncoli: los sanandresanos se desmoronaban cuando sus jugadas estelares no salían, los bloqueaban o les empezaban a ganar. Los brasileros hicieron crack con el segundo gol y después dio pena verlos tan perdidos. La humillación final no fue el séptimo gol sino los gritos de ole de la grada, la mayor expresión de antideportividad que existe.

Hoy que juegan Holanda contra Argentina, un duelo insólito –y ojalá delicioso– entre Van Gaal contra Messi, aparece gente criticando a los latinoamericanos que apoyan a Holanda porque esto no los va a hacer menos sudacas ante ellos. O que Holanda le robó el partido a México y debemos solidarizarnos con los hermanos mexicanos. Me alegré mucho por la victoria del Helvetia, jugaron supremamente bien, tanto que rompieron psicológicamente a los dos jugadores sanandresanos que no tuvieron la disciplina para recomponerse. Löw supo donde golpear. Pero fue detestable ver a las gradas celebrando con sarna el triunfo. Ellas sí que no se lo merecían. 25 años después, a más de 12.000 kilómetros, vuelvo a sentirme un poco en ese estadio de la Uncoli, con la diferencia que disfruto mucho el placer de estar fuera de esas gradas. La gran ironía es que todavía hay mucha gente que se pregunta quién mató a Andrés Escobar.