La perdición del toro es su constancia, su persistencia. La ilusión de creer que al perseguir sin tregua el capote logrará darle alcance. La gracia del torero consiste en alimentar esa ilusión, en acercarle con todo el arte posible el capote, el objetivo. Dicen que el mejor toro es el que se entrega a esta faena con la mayor bravura posible.
En Vivir para contarla, García Márquez cuenta que sorteó una embestida feroz de su madre, Luisa Santiaga, con una verónica larga. Quizás sea la mejor suerte que enseña este arte, cómo sobrevivir a esas embestidas. Se necesita valor: anoche soñé que un toro me perseguía y lo mejor que pude hacer fue correr entre una maraña, entre un laberinto vegetal, con la esperanza de que se cansara o se perdiera. La verónica larga necesita buen humor, no miedo.
Si por un instante el toro se entregara al recuerdo de la dehesa donde fue feliz, dejaría de correr. Sería el final de las corridas. Sería enviado de regreso al coso. Pero el toro no tiene otra opción que ser fiel a sí mismo, a su naturaleza. Es su casta, como la llaman los taurófilos, ese oximorón que define a quienes su amor por el toro solo puede ser saciado con su muerte en el ruedo. Del sueño me quedó el recuerdo de su respiración acelerada, símbolo de su búsqueda infatigable. Esta mañana me puse su cabeza. Amanecí convertido en minotauro. Cin cin.