Sin tetas sí hay paraíso

Finalmente pude cumplir la invitación que me hizo Santiago para visitarlo en Zürich. Además de amigos del colegio, compartimos la afición por la escultura y me dijo que era imperdonable que aún no hubiese ido a ver el Museo de Bellas Artes de Zürich, que tiene la colección más completa de Giacometti. Pasamos todo el sábado disfrutando cada detalle, con ganas de ir cuanto antes al taller de Santiago a jugar con la arcilla un rato: ¿cómo puedo decir ‘esculpir’ después de ver a este monstruo? Nos detuvimos en un bar cerca de su casa y charlamos un rato. Me contó más sobre su cambio de carrera, de cirujano plástico a estudiante de psicoanálisis en el Instituto C.G. Jung.

—Sencillamente me mamé. No tanto por el trabajo en sí, que me gustaba, sino por las mujeres que se iban a operar. Al principio los cuentos para operarse me parecían divertidos, al final, me tenían mamado.
—¿Por eso se llaman glándulas mamarias entonces?
—No, no eran las mamas las que me tenían mamado, eran las niñas y sus mamás, porque cada vez son más niñas las que van a operarse y ahí está la mamá alcahueta sonriente al lado de ellas. Pero es con todas las edades. Me llegó una paciente de 28 años que me dijo que ya se estaba acercando a los 30 y que tenía que “rejuvenecerse” porque corría el riesgo de que el esposo empezara a mirar a las jovencitas de 20 que cada vez estaban más buenas, gracias a las cirugías, “obviamente”, y ella no podía dar papaya. Siempre tengo con las pacientes una charla sobre sus motivaciones, los riesgos, es como un manual, pero esta vez decidí que iba a ir al fondo del asunto. Ella terminó llorando, confrontada con sus vacíos e inseguridades, los celos infantiles, la obsesión por el espejo. Fue una terapia relámpago ¿y sabes qué? Me gustó. Claro, no creas que esperaba algún cambio: mientras lloraba estaba preocupada porque se le estaba corriendo el delineador y finalmente decidió que quería hacerse la cirugía. Modestia aparte, le quedaron muy buenas.
—Ella ahora sí feliz, me imagino.
—La silicona es el efecto placebo de hoy en día. Salió sintiéndose la mujer más hermosa del mundo, dispuesta a desafiar a todas las hembras por su macho, como todas. No, no como todas.
—Están las que no quedan satisfechas.
—También, pero estoy pensando en las pacientes a las que no les pongo sino que les quito. Es el otro lado de la moneda. Salen caminando como si se hubieran librado de un peso enorme, muy sencillas, ni siquiera se preguntan si les quedaron bien o no, sino que se sienten satisfechas porque ahora son más pequeñas. Comparto su satisfacción y alegría, me dan hasta una sensación de nobleza.
—¿Cuál es la proporción entre las que se ponen y se quitan?
—Noooo, mínima, 1 en 20 si acaso.
—¿Cuántos implantes pusiste?
—Por ahí unos 350 pares.
—Qué horror.
—Eso no es nada, vieras los colegas de Medellín o de Cali.
—Si recuerdo la última vez que estuve en Bogotá cómo es de impresionante ese fenómeno.
—Eso es, un fenómeno. No creas que uno como cirujano es indiferente; no faltan los colegas que multiplican cifras cuando se encuentran sus pares de tetas caminando por la calle. Pero yo me mamé. Esa tarde de terapia con la paciente me dijo que lo mejor para mí era cambiar de profesión, entre otras, porque les voy a prestar un servicio integral a mis pacientes.
—¿…?
—Claro, después de operarlas podré atender las depresiones poscirugía porque el mundo vuelve a la realidad después de 6 ó 7 meses de implantes.
—Un servicio integral, definitivamente.

Entró en el bar en ese momento una amiga polaca de Santiago, Kazia:

—Hola, ¿de qué están hablando?
—De tetas, contestó Santiago. Mira, aquí donde ves a Daniel, es un experto en la materia.
—Ah, ¿tú también eres cirujano plástico?
—No, artista plástico. Cuéntale tu historia del taller a Kazia.
—En el taller de escultura, hace unos años, estábamos modelando a una joven surinamesa de torso perfecto. Mi preocupación por ser fiel a la modelo era notable. La profe dio otra vuelta para ver el trabajo de los compañeros del taller, pasó de nuevo por mí y me dijo: “Sí, así un poco mejor”. Tres vueltas después me preguntó: “Oye, ya me doy cuenta que te fascinan sus pechos, pero ¿por qué no trabajas un poco más el cuerpo? ponle brazos, más espalda, ¿qué tal una cabeza?”. Yo seguía feliz modelando los senos.
—Tenías potencial para cirujano plástico. Pero esta noche no podemos dejar que se vaya sin dejarnos algún trabajo. Kazia, ¿por qué no nos haces de modelo esta noche?
—Vamos.


En principio, los tatuajes son antiafrodisiacos para mí. Fue un poco tarde cuando descubrí el de Kazia en la parte baja de la espalda, similar al de la imagen a la derecha. Me pregunto si tendré de ahora en adelante una asociación erótica entre los tatuajes en la parte baja de la espalda y la posición del perrito…


El amanecer me sorprendió modelando a Santiago y Kazia. También me pregunté cuándo fue la última vez que tuve un trío. Hace como 15 ó 16 años, cuando con C. nos tomamos muy a pecho eso de cuidar las novias de nuestro amigo O. que se fue a prestar su servicio militar y de mi tío M. cuando huyó por amenazas del país y nos encargó la noble y placentera tarea de cuidar a su novia. Tiempos aquellos, en los que podíamos dedicar todo un mes de vacaciones a explorar las relaciones humanas en sitios paradisiacos. Kazia entreabrió sus ojos, sonrió y volvió a cerrarlos. Seguí con la arcilla, disfrutando el contacto con esta mientras recordaba la sensación de los senos de Kazia y pensando también en las sorpresas que anunciaba ella con su sonrisa para esa mañana.

Zürich fue una fiesta.

Juramento de bandera

Estoy terminando de leer Anatomía del amor: historia natural de la monogamia, el adulterio y el divorcio, de la antropóloga estadounidense Helen Fisher. A partir de los descubrimientos neurológicos de las últimas dos décadas, la autora cree que el amor responde a patrones biológicos que compartimos los humanos con otras especies: si observamos los ritos de cortejo de los chimpancés, por ejemplo, encontraremos muchas similitudes con el diálogo entre un par de personas que se sienten atraídas entre sí en cualquier bar del mundo. La mirada copulativa que sostiene un hombre o una mujer hacia una persona que le atrae durante dos o tres segundos —en los cuales se dilata la pupila en caso de extremo interés— es la misma que sostienen los chimpancés antes de emparejarse, o los babuinos durante la cópula; de ahí que en ciertos países árabes se use el velo: la gente teme a la pasión que puede desencadenar la mirada copulativa. En pocas palabras, nuestra necesidad de amar, de enamorarnos, de encontrar una pareja es una simple necesidad química de nuestro cerebro, igual que sucede cuando tenemos hambre: el cerebro recibe una señal de vacío en el estómago y nos ponemos a la búsqueda de alimento. Al enamorarnos, según Fisher, estamos siguiendo entonces los mismos patrones que los animales: necesitas amor ergo busca una pareja.

J., mi novia, me regaló el dvd ¡Rugido! Los leones del Kalahari, y después de leer a Fisher, no sé si lo hizo porque me gustan los documentales de animales o porque me está sugiriendo que puedo aprender mucho de los leones y descubrir patrones míos que se asimilan a los del rey de la selva. Sin embargo, después de ver el documental y concluir qué dura es la vida de los leones, quise hacer mi propia investigación a lo Fisher sobre qué tanto siguen las mujeres los patrones de cortejo de las leonas, si obedecen a un mismo patrón químico o si los milenios de evolución de la especie humana, la cultura, la educación, y en últimas, la civilización, han logrado darle una dinámica diferente al ser humano, si la conciencia o la razón aún cuentan para algo. Me propuse entonces convertirme en la sombra de J. durante el fin de semana, equipado con una libreta de apuntes y una cámara digital.

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