Cuando ganar es perder mucho

Anoche soñé que el Ajax le ganaba 0-5 al Madrid. Una premonición similar a la que tuve con el 0-5 de Colombia a Argentina. Recuerdo la cara de C cuando le dije este posible marcador: «Está loco, además jugamos en Buenos Aires». Si algo he aprendido del Barcelona de Messi y Guardiola es que el fútbol debe ahora ser visto como una obra de arte, no solo como un deporte. Así que no me impresiona en absoluto un equipo que lleve ganadas tres orejonas seguidas y se siente orgulloso de llevar más de mil días como rey de Europa. Comparto el criterio de Messi cuando se le preguntó sobre estas victorias del Real Madrid, dijo algo similar a saben ganar de la nada, es decir, cuando se juega a nada y aun así marcan goles y ganan.

Encuentro pocas cosas más aburridas que ver jugar al Real Madrid. Sí, 13 orejonas, ¿y qué? Flóper mismo lo sabe: varias veces ha confesado que su objetivo es crear un equipo que enamore, un equipo que cree afición, como el Brasil del 70, el Ajax del 95, el Barcelona de la última década. Esos equipos que hasta los niños saben cómo juegan: Rivelino recibe el balón, hace un regate y se la pasa a Tostão, este se desprende de la marca y se la pasa a Jairzinho, hace un centre y la recibe Pelé, regatea a tres defensas y marca gol. Los niños entienden cómo juegan esas selecciones, instintivamente saben a qué juegan. Los que heredaron ser hinchas del Madrid solo sueñan con comprar la camiseta de Cristiano porque marca muchos goles, pero que pongan atención a quién se la pasó a él o quién armó la jugada… (Sigue leyendo »»)

Fibonacci

Fui a un concierto de música clásica y vi que en el balcón se encontraba el expresidente Barack Obama. «Qué casualidad, es la cuarta vez que me lo encuentro en un año», pensé. Sentí envidia además: lo vi joven, relajado, sin preocupación alguna, disfrutando del momento, con pensión de expresidente gringo y todo el tiempo del mundo para viajar adonde quiera. Un guardaespaldas rompió mi ensoñación: «Acompáñeme, por favor». Me tomó totalmente por sorpresa el hombre, en especial porque el concierto estaba a punto de empezar.

Me llevó a una oficina acompañado por otro escolta. Me llegué a sentir como un sujeto peligroso. Me hicieron sentar y empezó el interrogatorio: «Es la cuarta vez que coinciden usted y el presidente Obama en este último año. ¿Coincidencia?», me preguntó con cara de sospecha el escolta. «Pues fíjese que sí –le dije–, de hecho estaba pensando en lo mismo». El hombre respiró profundo, hizo un par de gestos histriónicos, de esos de serie policiaca gringa, me miró fijo a los ojos y espetó: «¿Sabe a cuántas personas con su perfil les sucede esto?». Obviamente le respondí que ni idea. «Las puedo contar con los dedos de la mano. Una de ellas es usted. ¿Puede explicarme qué está haciendo hoy en Nueva York?».

Le expliqué los motivos de mi viaje, iba de nuevo de escala rumbo a Bogotá: «En todo caso, ningún plan terrorista y créame que desconozco por completo la agenda del expresidente, todo es una gran casualidad». Me preguntó que a qué me dedicaba, le dije que era un simple programador. Su colega sacó de su maleta un laptop y me dijo: «Tiene 15 minutos para escribir un algoritmo que elabore la serie de Fibonacci». «¿En qué lenguaje? ¿PHP, JavaScript, .Net, Python?», le pregunté. «En el que quiera, pero tiene que funcionar». (Sigue leyendo »»)

De Roma a Santa Bárbara pasando por Chapinero, memorias de Cleo, Rosa Tulia y Luz Helena

En 2006 el escritor colombiano Mauricio Bonnett publicó La mujer en el umbral, libro que leí el año pasado después de haber recibido como regalo sus Cinco versiones de Adriano, que me gustó mucho. Encontré grandes coincidencias entre Rosa Tulia, la empleada doméstica de la casa en Santa Bárbara protagonista de la historia, el coprotagonista adolescente Diego, con Luz Helena, nuestra empleada en la infancia cuando vivimos en Chapinero, a quien me encontré muchos años después cuando era el tinieblo de Lina María. Así que vi Roma, de Cuarón, como otro de estos relatos de vida cotidiana de familias latinas pequeñoburguesas, con sus semejanzas y diferencias.

Cuarón hace un retrato fiel de esa forma moderna de esclavitud que viven las empleadas domésticas en muchos hogares todavía. Son las que primero se levantan en un hogar y las últimas que se acuestan. De niño recuerdo cómo le decía a mi madre que me parecía una injusticia que Luz Helena no pudiera recibir visitas ni salir por la noche, solo los domingos. Pero después de ver el casi documental de Cuarón, entendí también por qué no había entendido claramente la diferencia entre una sirvienta y una empleada doméstica. De hecho, cuando escuché la palabra sirvienta por primera vez en mi vida creí que era una forma despectiva de referirse a las empleadas domésticas. Luego, con la experiencia, vi la diferencia real: hay gente que utiliza como sirvientes a los empleados domésticos.

Desde niño junto con mi hermana tuvimos claro que Luz Helena estaba en casa haciendo su trabajo, no para servirnos a nosotros sino para ayudar a mantener la casa. Jamás se nos ocurrió pedirle algo para nosotros, ni siquiera un vaso de leche o de agua, salvo cuando estaba trapeando la cocina y no podíamos pasar. Durante las vacaciones jugábamos a brillar el piso de madera del corredor con ella. Nos sentábamos en unos trapos viejos, unos jalábamos a los otros y disfrutábamos la sensación de velocidad. Como ella era más grande no se sentaba, solo nos jalaba. (Sigue leyendo »»)

El último vals

Isa, mi madre, me envió una tarjeta digital de Navidad en la cual interpretaba villancicos André Rieu y, si no recuerdo mal, con Janine Jansen. «Se nota que no lees mi bitácora utópica, Isa: André Rieu es la personificación del mal musical en esta bitácora», le respondí. Ella me respondió con tres emoticonos de risa llorando pero igual le agradecí su regalo.

Soy valsofóbico (persona que le tiene fobia a los valses, especialmente de Strauss). No sé si lo aprendí de una canción de Julio Jaramillo en la que decía ¡No me toquen ese vals porque me matan! Rieu, por si fuera poco, es el director de la Orquesta Johann Strauss. Ya conté en otra crónica utópica cuál sería mi versión de Terminator en caso de viajar al pasado: no acabaría con Skynet, sino con el encuentro entre los padres de Strauss.

Seguí una de las recomendaciones editoriales para el 2018 de El compositor habla, las obras completas de Takemitsu para guitarra interpretadas por Andrea Dieci. Un álbum fabuloso que trae una versión muy bella de El último vals, compuesta por Engelbert Humperdinck, uno de sus mayores éxitos. Fue una cura balsámica para mi valsofobia: no solamente dice que es el último vals, sino que además al ser interpretado por solo una guitarra en lugar de toda la parafernalia de cuerdas y vientos que tanto le gusta a Strauss, es de una sencillez sublime y delicada.

Por fortuna para la humanidad ya casi no se componen más valses, así que si este es el último, estamos salvados. Una crónica utópica más, porque el compositor en realidad se refiere al último baile con su pareja, el de despedida. El mismo que bailamos en este instante Strauss y yo para decirnos chao de nuevo. Disfrutemos de esta despedida:

Un arpa en medio del caos. Segundo viaje al corazón de las tinieblas

Conocí al compositor belga JS en un viejo barco a vapor en el Congo. Allí había llegado yo por sapo. O, como descubrí tras los primeros síntomas de disentería, por imbécil. Mi amiga D, periodista, tenía que viajar al Congo a verificar unos datos para un reportaje que iba a publicar en el principal diario neerlandés. En el viaje de regreso le robaron su portátil, con todos sus apuntes y fotografías. Estaba en plena labor de reconstrucción y felizmente embarazada de seis meses. «¿Cómo te vas a ir así al Congo?», le pregunté.

—¿Qué más puedo hacer? M [el padre del bebé] no quiere saber nada de mí ni del bebé, tengo que cubrir mis gastos, ya sabes cómo es la vida de una periodista independiente

—Pero igual tiene que haber una alternativa, alguien en el periódico podría cubrirte.

—¿Crees que no lo pensé? Nadie puede ir, todo el mundo está ocupado con trabajo. ¿Y por qué no vas tú?

—No soy periodista, lo sabes.

—Sí, pero para verificar los datos que necesito no tienes que ser periodista, basta con que tomes apuntes y fotos. Ya sabes, el Congo siempre es una experiencia enriquecedora, pregúntale al capitán Marlow.

La cita de Conrad más el calambre que le dio en el estómago me lograron convencer:

—Puedo viajar por una semana, ¿sería suficiente?

—Si te concentras en lo que hay que hacer, cuatro días son suficientes, podrías tomarte dos para visitar la escuela de Poto-Poto, no debes irte sin verla.

Y así terminé en un barco a vapor por el Congo, en una aventura ni de asomo comparable con el viaje de Conrad quizás salvo en la duración: iba por una semana y terminé quedándome un mes. En la cubierta conocí a JS, que viajaba en busca de inspiración: la Orquesta Nacional de Bélgica le había encargado una composición para arpa con aires africanos que sería interpretada en un evento conmemorativo de los lazos entre Bélgica y el Congo.

—He escrito dos obras para arpa en toda mi vida. Las compuse para mi exesposa, arpista, con el ánimo de impulsar su carrera. Nos separamos de mala manera y desde entonces no he vuelto a escuchar obras para arpa siquiera, nada que me la recuerde.

—¿Por qué aceptó entonces?

—Es una comisión importante y la asumí también como un desafío personal. Pensé que ya todo estaba sanado y superado, pero me doy cuenta de que no es así. Además, a medida que el barco avanza, no entiendo a quién se le ocurrió que un arpa sería el instrumento ideal para acompañar este viaje.

El domingo pasado fue el estreno de la obra en el Bozar de Bruselas. JS me envió una invitación y asistí con gran curiosidad por escuchar el resultado. La obra en sí no me gustó mucho, sigo sin sintonizarme con la música dodecafónica, pero aprecié mucho el ejercicio de honestidad que legaba con ella JS. Logró subir el arpa al barco de vapor y reconocí algunos pasajes del viaje, el gran caos emocional que cada cuerda del instrumento evocaba en él y algunos ecos de los ritmos que escuchábamos en el barco, representados en la conga y los bongos. El arpa parecía que quería encadenar una melodía pero se imponía el desorden, la dodecafonía que irrumpía como una furiosa tormenta cuya única misión era sofocar su sonido. El rayo de los platillos terminaba por destruir cualquier intento de armonía.

Me pareció un retrato de viaje muy honesto. No era lo que el público esperaba, pero fue sin duda otro viaje al corazón de las tinieblas.