He sufrido el síndrome de don Quijote varias veces en mi vida. En una de ellas, la lectura de La República de Platón, los Escritos políticos y El juego de los abalorios de Hermann Hesse me llevaron a estudiar Ciencia Política. A grandes líneas, de La República me encantó la idea del político como médico del Estado, de la política como el arte de lograr el bienestar de la sociedad; de los Escritos políticos aprendí una visión amplia y solidaria ante los males que se ciernen sobre la sociedad; y de El juego de los abalorios me contagié de la mística de la formación y el aprendizaje. La realidad no tardó mucho en destrozar mis lecturas.
El departamento de Ciencia Política de la Universidad de los Andes carecía por completo de esa mística que yo le daba o buscaba en un alma mater; su pensum había sido elaborado por otros padecientes del síndrome de don Quijote, quienes tenían toda la visión del Estado formada por la teoría europea y poco o nada relacionada con la realidad colombiana; y muchos de sus profesores recitaban con gran solemnidad las hojas amarillentas o plastificadas de sus cursos.
Me salvaron las opciones en historia, literatura y filosofía. Viví una epifanía en una charla del profesor Manuel Hernández sobre García Márquez como chamán del Estado colombiano. El profesor Hernández hacía un recorrido por la obra de García Márquez, sus últimas pronunciaciones sobre la realidad colombiana, para mostrarnos una visión del país sorprendente. Ese día descubrí una forma de comprender a Colombia que nunca había oído y mucho menos imaginado.
Me lancé de lleno a leer a García Márquez. Sentí un placer enorme cuando leí que habíamos tenido una experiencia similar al leer el primer párrafo de La metamorfosis de Kafka:
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.
“No vale, no es posible”, pensamos los dos (y probablemente cualquier lector del cuento). La transgresión de la realidad que hacía Kafka, el contar con la mayor de las frescuras algo inverosímil, rompe todas las barreras entre la ficción y la realidad en la mente humana. De este primer párrafo García Márquez aprendió dos cosas fundamentales para su obra posterior: primero, que la historia más inverosímil puede ser creída por el lector siempre y cuando esté bien contada y, segundo, la importancia esencial del primer párrafo de un cuento o una novela: toda la magia del relato empieza por ahí. Desde entonces, todos los cuentos y las novelas de García Márquez buscan recrear esta sorpresa primigenia de La metamorfosis de Kafka.
Siendo consecuente con lo que aprendía (y desaprendía a la vez), escribí mi monografía de grado sobre Crónica de una muerte anunciada. Tuve la enorme fortuna de que mi directora de tesis, mi querida profesora María Emma Wills, me apoyó en la elaboración de esa crónica utópica, y poco tiempo después, la profesora Camila Botero, directora de la Fundación Alejandro Ángel Escobar, apoyó la publicación del que sería el primer libro de Utópica Ediciones. Básicamente en esa monografía destacaba la genialidad de García Márquez para identificar un fenómeno (la muerte anunciada) que no aparecía en ninguna Constitución ni código jurídico, pero que planeaba sobre la realidad colombiana. ¿Cuántas veces hemos escuchado desde entonces era una muerte anunciada?
Como monitor en un seminario de política internacional tuve la suerte de descubrir la esencia del mundo editorial a través de un ejercicio básico: ayudarles a los compañeros estudiantes a profundizar en sus ensayos académicos. Empecé también a aprender cómo lidiar con los egos de los autores, con más suerte con unos que con otros. De este ejercicio me quedó claro que mi campo editorial eran las humanidades y las ciencias sociales: pensaba que si hubiese sido el editor de Cien años de soledad se la hubiera devuelto al autor diciéndole que era muy buena pero tendría que reorganizarla porque es un despelote monumental. Años después me sonreí cuando García Márquez mismo dijo que no tenía mucha idea de cómo estructurar una novela cuando escribió Cien años y que el arte lo había perfeccionado con Crónica, que es un auténtico objeto de relojería suiza.
En la monografía también exploré la desaparición forzada (que aún pervive en Colombia), esa otra forma de la muerte anunciada aunque más dramática aún, pues no se sabe si el desaparecido vive o está muerto, y una teoría política del profesor Fernán Martínez del Cinep, la de País en construcción, el enfoque más sensato para comprender la formación del Estado en Colombia. No tiene sentido comprenderlo a partir de las teorías del Estado de Bienestar (que son adecuadas para comprender lo que sucede hoy día en Europa) sino del esfuerzo por convertir a Colombia en una nación. Una tarea descomunal si se tiene en cuenta la clase política colombiana.
Aquí hay dos cosas que cabe criticarle a García Márquez. La primera, que en un acto de ironía pura terminó convirtiendo una frase para pensar en una máxima. Aquella que dijo cuando alguien criticó a Samper: “Eso que él dijo fue una promesa de campaña. Ahora que es presidente tiene que hacer lo consecuente”. Desde entonces todos los políticos colombianos se sienten con la mayor de las licencias para decir “En mi gobierno acabaré con la pobreza, le daré casa, carro y beca a todo colombiano pobre” para excusarse –de ser elegido– diciendo “lo lamento pero me doy cuenta de que no es posible”. No. La ciudadanía tiene todo el derecho de exigirles a los candidatos que cumplan y respondan por su palabra y sus promesas de campaña. Si de antemano no han hecho los estudios que les permitan saber si sus propuestas son realistas o no pues no las hagan.
La segunda crítica a García Márquez fue el giro hacia el poder que dio con el gobierno de Gaviria. En Noticia de un secuestro hay ejemplos muy claros de cómo él adoptó una visión pragmática a favor del poder. A lo mejor concluyó que los cambios solo se pueden lograr desde el poder, no desde la oposición. También pudo influir su desencanto por una Izquierda que más que proposiciones lo que sentía era envidia del poder de la Derecha. Después de salir de Colombia extendió su campo de análisis a todo Occidente. Según contó, después de Vivir para contarla vendrían dos tomos más que completarían su autobiografía: uno sobre su vida de juventud en Europa y otro con perfiles con los hombres extraordinarios o especiales que conoció en su vida. Serán su obra póstuma más esperada.
De visita en Koufonissi conocí a una fotoperiodista griega que me contó cómo cada vez que tenía una crisis seria en su vida su cura era leer El amor en los tiempos del cólera. Ya lo había releído cinco veces y estaba segura de que lo volvería a hacer muy pronto. “Es un libro que me renueva la esperanza en el amor y la vida, siempre sé que hay esperanza hasta el último de nuestros días”. Algún escritor inspirado dijo que el lugar de la Mancha del que no se quería acordar Cervantes era Macondo, ese lugar que no existe sino que es “un estado del alma”, al decir de García Márquez. Si hay algo bello en su muerte es oír hoy las aventuras y desventuras de todos aquellos que han sido contagiados por ese estado del alma que nos legó. Gracias, Maestro.