Acabo de escuchar la conferencia de Lawrence Lessig sobre la sentencia del caso McGraw-Hill vs. Google recomendada por Carobotero, así que este es un comentario en caliente combinado con otras reflexiones sobre el tema, pero primero una anécdota.
Cuando abrimos el web site en Utópica Ediciones, les ofrecimos a los autores, universidades y demás empresas con las que trabajamos la opción de crear una página para promover el libro y, eventualmente, facilitarlo gratis para los visitantes.
A algunas empresas les pareció muy buena idea, como a la Fundación Social con el libro La crisis sociopolítica colombiana: un análisis no coyuntural de la coyuntura, a otras indispensable, como a la Comisión Ciudadana de Seguimiento y la publicación de su Informe sobre el Proceso 8.000, que querían distribuir por todas partes, y a otras indeseable, como a la Universidad Nacional con las memorias del simposio sobre Norbert Elias, Figuraciones en proceso, especialmente para proteger los derechos de los autores.
Después de escuchar a Lessig, me parece que este enfoque es acertado: debe ser decisión de los autores y editores si el libro entra al dominio público o no, y de la ley de Derechos de Autor la extensión de ese dominio en el tiempo. Los libros gratuitos que se ofrecen en el sitio de Utópica aún después de 10 años se siguen descargando con una frecuencia que supera al menos cincuenta veces la edición impresa de los mismos. Es más, dada la improbabilidad de que se reediten y considerando que están agotados en el mercado, la edición digital es una forma de garantizar la permanencia de los mismos en el mundo real y no solo digital. En este sentido, la propuesta de Google Books es más que bienvenida, pues ayuda a preservar estos libros en la Bibllioteca Global y no en un par de estanterías de bibliotecas públicas.
La anécdota sirve también para resaltar algo que es obvio pero que no parece ser tenido en cuenta: a pesar de que compartan el mismo formato, no todos los libros tienen la misma naturaleza ni historia: libros que son la memoria de un Simposio, por ejemplo, se pueden hacer de acceso público porque los autores ya fueron debidamente pagados por sus charlas y las memorias sirven para divulgar los alcances del evento; libros como el de la Comisión Ciudadana buscan crear un impacto en la opinión a escala masiva; y libros como Figuraciones en proceso están dedicados a un público especializado, cuyos autores dependen además en algún grado de sus derechos sobre el libro. De ahí la importancia de que cada autor, empresa o editorial tenga la potestad de definir el tipo de licencia con el que quiere cubrir sus creaciones librescas –y de que no sobrepasen este límite: la demanda de McGraw Hill traspasa sus intereses.
De otra parte, por un artificio que aún no comprendo del todo (ayuda Carobotero), Lessig asocia el acceso a la cultura con el acceso gratuito a los productos de la misma. Asocia además a las casas editoriales con tigres voraces que pueden salirse de control y al Congreso de los EUA como un organismo subordinado a los intereses oligopólicos de estas. En estos puntos, este me parece un discurso populista.
Aún si las editoriales fuesen tigres voraces, la sociedad podría domarlas. Es lo que estamos viendo en el caso de la música: los usuarios estamos diciendo que las copias digitales de la música no pueden tener el mismo costo que los discos compactos. iTunes ha sido en gran parte la solución a este problema. En parte, porque iTunes es un sitio que no produce beneficios directos a Apple sino indirectos por la venta de iPods, iMacs y iPhones. En el momento en que haya un declive serio en estos mercados, ¿qué sucederá con iTunes?
Los lectores ahora estamos diciendo que los libros digitales no pueden costar lo mismo que los impresos. Esta semana, el portal de ventas Bol.com anunció su sociedad con Sony para vender libros escolares digitales que utilizen el e-reader de Sony en los Países Bajos. La diferencia en el costo entre ambos libros es 20%. Sony dice que no es menor por el impuesto: el Estado cobra 6% de IVA a los libros impresos y 19% a los digitales. Aún así, quienes hemos trabajado en el mundo editorial, sabemos que el costo de impresión del libro es superior al 40% (siempre y cuando no sea un superventas cuyo volumen de impresión reduzca los costos del proceso editorial al 5%). Es decir, Bol y Sony están mostrando las garras de tigres para los negocios -como diría Lessig- y es aquí donde deben aparecer los organismos reguladores (el ministerio de educación holandés, por ejemplo). Es paradójico además que Bol y Sony abusen del eslogan que utilizan: "Los libros impresos son un lujo costoso, los digitales son más asequibles" y apenas logren reducir los costos en 20%, sin contar que la compra del e-reader es aún costosa (el más económico cuesta €200). Pero esto no es nada nuevo: la doma más grande de los tigres ha sido y seguirá siendo la regulación antimonopolio. Lessig no debería asustarse entonces tanto por ellos, ya los conocemos.
La parte más polémica me sigue pareciendo la del "gratis". Lessig cita el caso de un libro que puede viajar por el mundo sin tener que ser pagado de nuevo porque circula de mano a mano. ¿Dónde queda el pago de esos derechos? El mayor ejemplo de esto son las bibliotecas públicas, y el abuso el que todos conocemos: la proliferación de cordones de fotocopiadoras alrededor de los centros de enseñanza, en particular de las Universidades. Si aún en la mayor parte del mundo no hemos logrado la utopía de la alimentación gratis para todo el mundo (lo más cercano es el Estado de Bienestar y los subsidios a desempleados o personas de bajos ingresos, un sistema que apenas cubre al 10% de la población mundial), ¿de dónde esperamos que el mundo aún más elitista del conocimiento sea gratuito?
Sin duda hay que buscar formas creativas para que toda la sociedad se beneficie. Por ejemplo, la proliferación de las fotocopiadoras es una señal de que hay mercado para el producto pero que no todo el mundo puede acceder a él. Habría que buscar entonces las fórmulas de subsidiar esos libros de tal manera que no haya que recurrir con tanta frecuencia a la fotocopiadora. Las economías de escala facilitan ese proceso también. Los estudiantes también podrían tener la posibilidad de que el libro digital les sea facilitado durante el semestre en su e-reader y al final les sea borrado o se les dé la opción de comprarlo (ojalá a un precio favorable) si desean conservarlo. La universidad o el Estado podrían financiar esas licencias temporales.
Porque en la propuesta de Lessig hay un gran vacío: ¿cómo se deben de financiar las empresas editoriales? Sus productos son los libros, si se ofrecen de manera gratuita, ¿cómo van a sobrevivir? Lessig tiene razón al matizar su analogía al final de la conferencia: esos mismos mininos que se pueden volver tigres son los que trabajan día a día porque el conocimiento pueda ser divulgado y, de acuerdo, todos cobran por su trabajo, como es debido. Mucho o poco, esa es otra cuestión.
La utopía final sería aquella en la que no se necesitan más las editoriales. Ya hay varios experimentos en los cuales los autores ponen a la venta sus libros en Internet al precio que consideran adecuado. En este mercado, las editoriales deben redefinirse. Pero aún así, el lector debe pagar algo por el trabajo del autor. El enfoque de Lessig me parece que no sirve para educar a la sociedad en el reconocimiento de ese trabajo.