Amanecí aterrado. The Descendants me pareció malísima y como tantas veces me sucede con los Oscar, no vi de dónde sacó Clooney una nominación a mejor actor. Recordé lo que me decía un amigo en la universidad: es que Oscar hace rato que no va a cine. Lo único que me gustó de la película fue el acompañamiento a un ser querido en su camino a la muerte. Obviamente tuve que pensar en D para concluir que comparando nuestros estilos de vida quizás fallezca yo primero que ella. A lo único que me aferro de que esto no será así es el recibimiento que me dieron tres chamanas en Perú en momentos separados: todas empezaron diciendo: "larga vida". Amanecí aterrado porque esta reflexión sobre la muerte me llevó a recordar tres momentos (y otro que no creo que clasifique pero igual lo voy a contar) en los cuales la vi de cerca. Desde entonces no entiendo a quienes dicen que no le temen a la muerte. Lo aterrador fue darme cuenta de que D siempre ha estado física o espiritualmente presente en esos tres o cuatro momentos.
Momento 1: el ángel gay
La noche en que nos besamos por primera vez con D veníamos de bailar y disfrutar en la ciudad. Nos despedimos con un beso que prometía todo un nuevo mundo entre nosotros. Ella vivía en la 75 con 8a en ese momento. Bajé por la 76 a tomar un taxi en la 15, levitando por la emoción y las mariposas en el estómago. A mitad de camino se detuvo un Mazda 323 coupé gris a mi lado, un niño bonito que parecía recién salido de la ducha muy a las 3 de la mañana me preguntó con una gran sonrisa: "¿para dónde vas? ¿te llevo?". Yo solo atiné a preguntarle: "¿Eres gay?" y me respondió feliz: "Sí". Le dije que yo no y que venía de besarme con la mujer más maravillosa que jamás había conocido. "Ah bueno, disculpa" y se fue.
Esto sucedió en 3 o 4 minutos, el tiempo que perdí en llegar a la 15 a tomar el taxi, el tiempo necesario para haber salvado mi vida: en ese momento, de un jeep con 4 escoltas (o agentes del DAS, vaya uno a saber) uno de ellos sacó una pistola y descargó 6 balazos contra un pobre indigente que dormía en el piso. Subieron en contravía a toda velocidad por la 76 y las luces del auto me apuntaron. Me escondí detrás de la caceta de latón de un vigilante, con tiempo de reírme de la tremenda protección que había encontrado, y de ver pasar a 3 metros el jeep a toda velocidad cruzando por la 14 y de escuchar al homicida diciendo: "Nos vio, nos vio, devuélvase". En ese momento rompí mi marca personal en los 100 metros, corrí con todo a la 15, me metí por la ventana de un taxi y le dije al conductor: "Arranque por favor, casi me matan". Ya había conmoción en la esquina por el asesinato del indigente, el taxista pensó que lo mío estaba relacionado y arrancó. "¿A dónde vamos?". "Adonde sea, siga derecho por la 15".
Cuando regresé a casa de mis padres, mi mamá estaba despierta. Recién había terminado la universidad, salía todas las noches y llegaba muy tarde, no había motivo para que ella me estuviera esperando y menos con el corazón agitado. Me dijo: "¿Qué te pasó? Sentí que me llamaste a gritos, que estabas en peligro". Esa sincronicidad a veces asusta. Le conté lo que había sucedido. Ella lloró y guardamos silencio. Le dije: "Si no me encuentro al joven gay, habría estado en la misma esquina en el mismo momento donde mataron al indigente". Me fuí a dormir y fue cuando tomé conciencia de lo cerca que estuve de esos matones. Al día siguiente le conté la historia a Margarita y me dijo: "Te salvó un ángel gay". Y no sería la primera vez…
Momento 2: Cabo de Gata
De paseo con D en el Cabo de Gata en Andalucía. Regresábamos a nuestra cabaña en el parque a la medianoche de Almería, donde caminamos bastante y nos comimos unos helados italianos deliciosos. Íbamos a cierta velocidad ayudados por el navegador. En una bifurcación no era claro cuál era el camino que debía tomar. La autopista no estaba bien iluminada. D se inclinó por que tomara la ruta a la izquierda, la que decía San José y por la velocidad no alcancé a tomar la otra: sabía que nuestro destino estaba a la derecha de San José. A los 200 metros fue claro que nos habíamos equivocado. Igual, no vi a ningún auto venir entonces decidí que iba a hacer una maniobra muy arriesgada, de hecho, perfectamente irresponsable. Arranqué y en ese momento, de la nada, apareció a toda velocidad una patrulla de la policía. Frenaron, patinaron y quedaron a 50 centímetros de nuestro auto: ni siquiera podía abrir la puerta. Yo traté de reversar y no hubo caso. Si no es por los reflejos del policía piloto, nos habrían arrollado.
El agente copiloto se bajó completamente histérico y me gritaba: "Pero vamos a ver, ¿qué iba a hacer usted señor?". Yo difícilmente podía hablar: "Tiene usted toda la razón, discúlpeme por favor, nos perdimos y no sé en dónde hay un retorno". "Pues evidentemente aquí no, que imprudencia, los hubiéramos podido matar". Esta frase dicha por un policía andaluz, los que tienen la tasa de abuso en el uso de la violencia más alta de España no es cualquier cosa. De hecho aún estaba a tiempo: me salvó de que me agarrara a bolillazos la placa holandesa del auto de D. Sentí lo más parecido a la inmunidad diplomática: por aquello de la crisis del turismo la Policía trata de ser flexible con los visitantes extranjeros para no ahuyentarnos. El hombre quería zarandearme por la ventana pero la memoria de la placa holandesa lo detuvo. "Agradezca que vamos en una misión especial porque si no las tendría conmigo. Siga derecho y encontrará un retorno a un kilómetro".
Regresamos en silencio profundo. Me sentía más que culpable y avergonzado por haber sido tan irresponsable, peor aún a sabiendas del peligro del cruce en ese momento. D trataba de calmarme poniendo su mano encima de la mía. Pero qué hacer: la había visto de nuevo y de frente vestida de patrulla de la policía. Casi no pude dormir esa noche por el susto.
Momento 3: una piedrita en el duodeno
Para hacerla corta porque no es nada interesante y sí muy dolorosa, D me llevó de urgencias al hospital por un cálculo que llevaba obstruyendo mi duodeno desde hacía ya casi 2 meses. El dolor era insoportable y cuando mi médico me dijo que tenía que ir a urgencias cuanto antes estaba en las últimas, al borde de un infarto pancreático según me explicaron en el hospital: "¿Cómo aguantó tanto?". Yo mismo no lo sé. Me quedó el gusto por la morfina para aliviar el dolor, qué cosa maravillosa y me ayuda a entender la evasión por las drogas: una inyección y desaparecen todas las penas y el dolor del mundo.
Momento 4 (?): duelo de gallitos
La primera vez que vine a Holanda la mamá de D nos alquiló un auto para ir a pasear. Regresábamos a casa hacia las 2 o 3 am, justo cuando hay unos trancones enormes porque a esa hora le dan mantenimiento a la autopista. Mi carril se estaba cerrando y tenía que meterme en el de la derecha cuanto antes. Preparé mi maniobra a lo taxista colombiano y D, por intuición o lectura de mi lenguaje corporal, sabía lo que yo estaba planeando y me dijo: "No lo hagas, pon la direccional y te abrirán espacio". Es difícil dejar los hábitos de 12 años de estar manejando en Bogotá. Igual le hice caso y, efectivamente, el auto de al lado me dejó entrar en la fila. La educación cívica sabe realmente muy rico.
Cuando manejo en Bogotá mi actitud es zen en general aunque disfruto haciendo zig-zags a cada rato. Nunca he caído en las provocaciones y no voy más allá del madrazo espontáneo. De camino a Bruselas con D íbamos por una superautopista de 5 carriles de la cual teníamos que salir por uno con una curva cerrada peligrosa a una velocidad límite de 70km/h. Justo cuando entraba en ella un hombre en un potente BMW me empezó a hacer cambio de luces. "¿Para dónde quiere que me mueva huevón?" le dije con mi mirada por el espejo retrovisor. El tipo me respondió con un "vaya más rápido" a lo que le respondí con una operación tortuga de 40km/h. Apenas entramos en la otra autopista, el hombre hizo gala de los 0 a 100km/h en 3 segundos de su auto y me pasó no sin antes hacerme pistola. Se la respondí para ver que más adelante el hombre quiso provocarme cerrándome la vía. Nuestro auto no era tan veloz pero sí grandecito. Acepté el reto, con las ganas de pararlo a un lado de la autopista y saludarlo con un recto a la nariz. Justo cuando me iba a lanzar con toda D me dice: "Por favor no lo hagas".
Recordé otro viaje en el que manejé toda la noche mientras D dormía a mi lado. Sentía una responsabilidad enorme por ver la fragilidad de su cuello al dormir, que cualquier giro violento podría rompérselo. Adelantaba los demás autos con mucho cuidado de no ir a despertarla. Tenía que aprovechar además que cuando duerme no me molesta por ir a 180km/h en la autopista. Ahora que ella estaba despierta diciéndome No lo hagas sabía que no podía tomar el riesgo de ponerla en peligro por una pelea de gallitos. Respiré profundo y dejé pasar la provocación: "Me alegra que estés a mi lado, porque si no me hubiera ido detrás de ese tipo".
Justo ahora me llegan otros dos momentos. Un sábado, me estaba bañando, sonó el teléfono y supe que Renée había muerto. Fue el año en que se cayeron los aviones. Cenamos con ella la noche anterior y le deseé que ojalá su avioneta no se fuera a caer, "aunque la probabilidad de que se caiga otro avión este año es ya muy remota". Pero pasó, por pura negligencia de los pilotos. D entró al baño y con lágrimas me preguntó ¿sabes qué pasó? Le respondí: "Renée murió, ¿verdad?". "¿Escuchaste la conversación desde la ducha?". "No, lo sentí". Como también sentí que Wobbe, el perrito labrador que adoptó el año pasado, había muerto cuando D me llamó en lágrimas a la medianoche: lo atropelló un auto fantasma. Qué momentos de dolor intenso.
Cuando falleció mi amiga Pem un día antes de la cita que teníamos, me quedó grabada la impresión de lo corta que es la vida. A pesar de que espiritualmente me siento budista el concepto de la reencarnación me es completamente extraño, no lo comparto: estoy convencido de que la vida es única y es aquí y ahora nuestra oportunidad de disfrutarla. Carlos Fuentes lo dice mucho mejor: "No puede haber cultura de la vida sin una cultura de la muerte". O esa otra frase que tanto estimulaba a Steve Jobs: al levantarse cada mañana se decía a sí mismo vive este día como si fuera el último de tu vida. Algún día será cierto.
Sí, definitivamente esa reflexión sobre la muerte fue lo único que rescato de The Descendants. Ah, también descubrí que el ukelele me pone igual de nervioso que la guitarrita pinchada de la bachata. ¿Y qué significa que D haya estado presente en todos estos encuentros con la muerte?
Los encuentros con la muerte son tremendamente asustadores y te cambian la vida. A mí me pasó también con un accidente de tránsito.
Es un buen artículo. Gracias y saludos.