Esta mañana de verano busqué el programa de flamenco de la Javeriana y me encontré con uno de homenaje a los Carrangueros de Ráquira. Vi el paisaje montañoso de mi amado Monguí, la sensación del musgo de 7 colores húmedo en mis manos, los campesinos con la piel cobriza de cultivar papa bajo el sol y la gran sorpresa de que desde el ascenso hasta la casa más alejada en el camino, Boyacá ha sido tomada por el vallenato. El ascenso con Juan Florencio a la nariz del diablo para mostrarnos la curvatura de la tierra, el paisaje silvestre del páramo reservado para los caminantes que aman la naturaleza. Ya sé que mi primer viaje cuando regrese de visita a Colombia será una caminata Monguí-Laguna de Tota.
Aunque me gusta la música del tiple y requinto no lograba sintonizarla con mi humor general esta mañana. Desde hace varias semanas ha vuelto la música tradicional de la India a acompañar las noches, me encanta ese aire místico que le da al verano, como lo hace el shakuhachi en el invierno. La música tradicional china y japonesa puedo escucharla en cualquier época del año, no me sucede igual con la India. Lo que me lleva a pensar sobre la versatilidad que traen consigo las estaciones. Clásicos como Autumn leaves o Summertime suenan diferente en sus estaciones que al escucharlos en Bogotá.
Los europeos que desconocen el trópico tienen dificultades para imaginar un lugar sin estaciones. “¿Nunca nieva en Bogotá?”. Les parece una historia más del realismo mágico cuando oyen de la unicidad de la Sierra Nevada de Santa Marta, “la única montaña del mundo que nace en el mar y llega a picos nevados de más de cinco mil metros. Los indígenas que la habitan tienen una economía sostenible autosuficiente”. Por eso es que fue tan impresionante para el coronel Aureliano Buendía conocer el hielo: hay que imaginarse la vida a unos 25 grados constantes a lo largo del año.
Las estaciones le enseñan a la gente a mudar, a vestirse de invierno y de verano. Un amigo aterrado me decía que era increíble que las mujeres que vemos tan hermosas ahora sean las mismas del invierno, cuando todo parece más sombrío. Aunque no a todo el mundo lo impresiona por igual: tomé un taxi para ir rápido a una cita y al encontrarnos en el semáforo a una holandesa preciosa con minifalda vaporosa le dije al taxista “empezó oficialmente la primavera”. Esperaba ese guiño cómplice pero la respuesta fue un aguacero de mayo: “No se deje engañar, esas mujeres holandesas son malas mujeres, malas mujeres”. Los problemas de adaptación cultural en todo su esplendor.
Tiene sus ventajas aprender a vestirse para las estaciones desde niño. Que lo diga un cachaco con su pinta de verano en Cartagena. O la ansiedad de las costeñas por vestirse apropiadamente en Bogotá. Por una holandesa transgresora en Bogotá descubrí que padecía de fetichismo de los pies: ella caminaba feliz con jeans, zapatos con tacones y sin medias. Cuando vi su empeine desnudo fue la primera vez que sentí el deseo de lanzarme a besarle los pies a una mujer. Es un padecimiento constante en la primavera y el verano. Sufro por ello.
Pero no solo cambia la forma de vestir. También el ánimo. El verano es una fiesta, lo más natural es sonreír y saludarse con todo el mundo. El romance se encuentra bajo cualquier árbol, los picnics en la bicicleta en cualquier parque, la búsqueda del lago o el mar para refrescarse. Recuerdo a mis mejores amigos y me animo a lanzar una hipótesis controversial: los bogotanos que más quiero o más me gustan son aquellos que han vivido algunos meses en tierra caliente o en el mar, los que el sol ha abierto a la relajación y la alegría. Los bogotanos insufribles para mí son los que no soportan el calor y se declaran condenados a vivir en las montañas. “¿Conoces el mar?” es una pregunta de rigor con ellos. Bueno, siendo rigurosos la pregunta es: “¿Conoce el mar?” porque tampoco soportan la calidez del tuteo. A Bogotá la salvó de los cachacos la llegada de colombianos de todas las regiones, que en el fondo son las estaciones del trópico. Entiendo perfectamente las dificultades de mis amigos vallunos cuando empiezan a vivir en Bogotá. Recuerdo al costeño que quiso agarrarse a puños conmigo en Tolú por las experiencias desagradables que tuvo con la gente esperando bus en la Caracas. Sus amigos pescadores lo calmaron, pero el hombre regresó sin duda con un trauma. Me pregunto cuán diferente sería Bogotá y los bogotanos con estaciones, qué tanto pesaría el antropocentrismo de sentirse que nacieron en la capital. O iniciar la campaña en el Caribe: Adopta un cachaco, para alojarlos durante un mes y ver si se abren. No sobra un ápice de esa versatilidad. O que la Cancillería colombiana estuviera a cargo de una costeña: la diplomacia sería otra.
Aun así, el invierno me sigue pareciendo una estación innecesaria. La adaptación al frío le cuesta a mi cerebro y no me ajusto a la falta de luz. Amo el aire fresco de la mañana y el susurro de la nieve cuando empieza a cubrir a Amsterdam, el brillo adicional de los paisajes por el sol reflejado en la nieve y las noches en el taller de escultura. Porque caigo en cuenta ahora de que la escultura no es un arte veraniego, al menos no para mí. Pero poco más, dos semanas de invierno son suficientes para mí.
Termino de escuchar el programa y me preparo para ir de paseo en bicicleta a la playa. Me sintonizo de nuevo con el verano y dejo que la música me guíe:
Buen domingo queridos lectores (y lectora 😉 ).