Whiplash. La emoción y el duende.

Recuerdo mi temblor cuando asistí a un concierto de jazz del cuarteto de la pianista Leila Cobo en el Arias Pérez y sus músicos empezaron a sacar partituras. “Oh oh —exclamamos con mi pareja entonces—: ¿Jazz con partituras? ¿Adónde hemos llegado?”. Fue lo más memorable del concierto: las partituras. Whiplash me recordó ese concierto. También el de Pieter Wispelwey interpretando las Seis suites para cello de Bach sin partituras. Un amigo violonchelista que siguió el concierto por radio con partituras a la mano me dijo que apenas se había equivocado en 2 notas. En dos palabras: im presionante.

Lo que asusta del jazz con partitura es el escaso o nulo margen para la improvisación, para el corazón de la música. Quizás sea de las mayores sorpresas de Whiplash: uno se imagina esa disciplina férrea en un conservatorio de música clásica, no en uno de jazz. Por supuesto que hay estándares y prima en ellos la máxima budista: hay que conocer las reglas para luego romperlas. Sin ese tema común este prodigio de solo en el saxofón soprano, el piano y la percusión son impensables:

El cantaor flamenco José Mercé lo pone más fácil aún: solo hay dos tipos de música; la que emociona y la que no. Con o sin partituras. La que favorece la aparición del duende, la cumbre máxima de la emoción, y la que no. El documental Crazy de Heddy Honigmann nos muestra cómo ese duende puede aparecer con cualquier música que emocione. Puede decirse que el duende es digno hijo de Hermes.

Una de las paradojas de Whiplash es que la educación del profesor Fletcher se basa en la búsqueda de ese niño prodigio que llene el vacío o siga la saga de músicos como Charlie Parker. Su método, siguiendo el título tan acertado de la película, equivale a tratar de sacar el duende a latigazos. Paco de Lucía vivía su propio whiplash: cuántas veces no dijo lo mal que se lo hacía pasar la guitarra o, para ser precisos, la búsqueda de la perfección con la guitarra. Whiplash retrata de manera acertada esta búsqueda enfermiza de la perfección. Es cierto que todo músico debe buscar la excelencia en su instrumento, nada más horrible que escuchar música desafinada (y tantos otros géneros similares). Pero sin perder de vista que el tesoro no es la perfección sino el duende, la música que emocione.

Paco de Lucía lo sabía de sobra. Jorge Pardo cuenta que en su primera presentación con el sexteto de Paco, él le dijo: “Solo de flauta, ahora”. Pardo lo miró como Andrew en Whiplash ante la partitura inexistente: “¿qué debo tocar?”. “Lo que te salga”, le respondió Paco. Y por fortuna el duende ama a Jorge Pardo; si no aparece cuando él toca es porque está enfermo. No deja de sorprender también que Paco no sabía leer partituras, como casi todos los grandes músicos cubanos de antaño, y para interpretar el Concierto de Aranjuez tuvo que aprenderlo de oído. Él mismo era su Terry Fletcher.

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