Hasta la última gota. Retrato de una amistad.

Antes de timbrar me gusta ver a través de la ventana a Santiago trabajando en su estudio. Los techos altos, la mesa gigante del centro llena con sus herramientas, los materiales amontonados en la pared y la luz natural que ilumina su trabajo. No dejo de admirar su capacidad de concentración: no existe nada más en el mundo que el libro que está encuadernando en ese momento. Lo veo y sé que estoy contemplando un oficio en vías de extinción. Recuerdo al fogonero de América, de Kafka, que asistía impávido al fin de su oficio. O al amanuense en busca de la caligrafía perfecta. Al ver a mi amigo enfocado en la pasta del libro siento que presencio la fase final de la era Gutenberg, pero esto a él parece tenerlo sin cuidado: al abrir la puerta está de un humor imbatible.
Acaba de regresar de Ámsterdam adonde fue a complacer uno de sus placeres culpables. Me recibe con su clásico “¡Quiubo!” seguido de “¡Entre, entre que tengo muchas cosas para contarle! Prepárese porque vamos a leer unos apartes de El Quijote”. Va a la biblioteca y toma los dos tomos voluminosos de una edición preciosa empastada en cuero templado y con el título pirograbado. Los apoya sobre la mesa y los abre por el lomo: su Quijote es en realidad un estuche en el que guarda botellas y copas. Poseo una edición similar, menos voluminosa, que Santiago me hizo para proteger un raro ejemplar de Oda a la tipografía, de Pablo Neruda, y que leo a veces en la noche. Se frota las manos y cuidadosamente sirve dos copas hasta el borde.
Reconozco el aroma de la ginebra, pero hay algo diferente. Leyendo mi confusión me dice:
–Ginebra Bols extraañeja: 42 grados, cuerpo vigoroso, aroma profundo.
Deliciosa en verdad, y fuerte, me sacude de inmediato. –¿Qué tal el viaje?–, le pregunto.
–Fantástico, tengo varias sorpresas. La primera ya la probó. La segunda es una historia de amor de la categoría platónico para su colección.
Mientras lo dice toma un libro pequeño de su mesa de trabajo y me lo entrega: La pista “Sarasate”. Una investigación sherlockiana tras las huellas del nombre de Pablo Neruda, por Enrique Robertson.
–Lea la dedicatoria.
Abro el libro y leo: Para Pablo Neruda, con un gran abrazo, Enrique. Ámsterdam, 2010.
–¿Este es el ejemplar de Pablo Neruda? –le pregunto sorprendido.
–Ahí lo tiene. Todo suyo.
–¿Pero cómo así que firmado en 2010?
–Ya ve, ¡magia de edición príncipe! –y saboreando otro poco de ginebra agrega: –Tiene usted la misma cara de sorpresa que puso el autor, un chileno muy simpático, cuando le pedí que le dedicara el ejemplar a un amigo mío que se llama Pablo Neruda. Me miró con cara de quien cree imposible que alguien más se llame Pablo Neruda en este planeta. Le dije que en realidad era para mi mejor amigo, pero para hacer el regalo más especial, quería darle el ejemplar dedicado a Pablo Neruda. Enrique entendió la cosa y ahí tiene la dedicatoria.
–Genial, gracias, brindo por ese detalle. ¿De qué se trata el libro?
–Pues de lo que dice el subtítulo, investiga el porqué Pablo Neruda se apellidó Neruda.
–¿No fue por el escritor checo Jan Neruda?
–Era lo que todo el mundo creía, pero gracias a la Pista Sarasate, Robertson constató que Jan Neruda no se conocía en Chile cuando Pablo Neruda tomó ese nombre. Debido a que de este escritor checo no había aún nada traducido al español era prácticamente imposible que tomase su apellido como inspiración. Erwin Kisch, el excéntrico periodista checo, le preguntó a Neruda que si había adoptado el apellido de Jan, y él le respondió que sólo recordaba haberlo leído en una revista: “Tuve que inventarme un seudónimo para publicar mis poemas sin que mi padre se disgustara por tener un hijo poeta, y tomé ese apellido que me había gustado mucho”. Ese es el origen de la versión Jan, autoría de Kisch.
–¿Entonces de dónde tomó Neruda el apellido?
–Pues hombre, cherchez la femme! No le voy a quitar el placer de leer la investigación de Robertson, no le contaré los detalles, pero sí el nombre de ella: Wilma Neruda, una gran violinista a quien llamaban la Paganini femenina.
–¿En serio?
–En serio. Era muy conocida, de hecho y por aquí viene la historia de amor platónico, aparece mencionada no una sino dos veces en Estudio en escarlata.
–La primera aventura de Sherlock.
–Exactamente. Robertson es muy sherlockiano: en una relectura de esa novela tuvo la epifanía de que el apellido podría debérsele a Wilma y no a Jan.
–Qué historia increíble.
–De verdad. Y no por nada a Sherlock le gustaba tocar el violín y disfrutaba yendo a los conciertos de Wilma, quien para entonces ya era Wilma Norman-Neruda, viuda del músico sueco Ludwig Norman. Se casó luego con Sir Charles Hallé, para envidia y frustración de Conan Doyle, quien todavía no era Sir. Pero hay algo más, ¿recuerda la dirección de Holmes?
–Baker Street 221b, estimado Sherlock.
–No se me despeluque: resulta que es la misma calle en la que vivía Wilma. ¿Y sabía que para la época de Conan Doyle la Baker Street solamente llegaba hasta el número 85?
–No tenía ni idea.
–¿Por qué asignarle entonces al domicilio un número tan lejano a la realidad?
–…
–Pues parece ser que el número es un guiño a la fecha de nacimiento de Norman-Neruda: la b se utiliza también como acrónimo de born o nacida en, este caso, 2-21, febrero 21. Ella nació el 21 de marzo, pero 3-21 sería ya un trío…
–Delirante esa explicación –, le dije sorprendido y disfruté un sorbo largo de ginebra.
–Bastante, me la inventé yo –dijo riéndose Santiago –Seguro que para su colección le gustará más la de Robertson: “221b significa: Two 21 between. Es lo que en su inglés le dijo Wilma a Arthur en la Baker Street para explicarle que lo rechazaba porque era 21 años menor que ella”.
–Ya, no exagere, no salieron investigadores sino inventores. ¿Pero todo eso está en este librito?
–La parte del amor platónico, no. Robertson está trabajando en ella. Pero el encuentro mágico y musical del joven Neftalí con el apellido Neruda, sí. Lo que más me gusta de esa historia es que Robertson tuvo la epifanía a través de Estudio en escarlata y con la misma técnica sherlockiana que lo llevó al apellido Neruda descubre esta historia de amor de Conan Doyle con Wilma Neruda escrita entre líneas. ¡Salud por Enrique! –y brindamos de nuevo.
El motivo principal del viaje de Santiago era conocer los tipos de la letra Didot. Una tarde en que estaba leyendo una revista quedó absorto al ver la inicial S a tres líneas en un artículo: “Quedé paralizado, era nueva para mí, quizá porque nunca la había visto tan resaltada. Al principio pensé que era Bodoni, pero me di cuenta de que no”. Se puso a investigar y descubrió que los tipos originales se encuentran en Haarlem, en el Museo de Johannes Enschedé, el gran impresor holandés. Enschedé se los compró a los Didot para uso exclusivo de su imprenta. El Museo no está abierto al público, es necesario hacer cita previa. Santiago llamó muchas veces hasta lograr que se la dieran.
–Disfruté cada minuto. Los curadores me mostraron tipo por tipo, los vimos con lupa y como podrá imaginarse, les pedí que me dejaran la S para el final. Cuando la vi en todo su esplendor dejé de respirar y ese instante de belleza ocupó toda mi conciencia. Vi un dragón con sus alas cerradas, en reposo, el cuello de un cisne, pero sobre todo, mis ojos no dejaban de descender por la sensualidad de las curvas. Me invade la curiosidad por saber en qué estaba pensando Didot cuando hizo esa letra tan singular en su tipografía. Mire el afiche.
Santiago señaló la pared a mi espalda. Ahí estaba, gigante, la S en tipo Didot.
 –La S de Sherlock, Sarasate, Sir, Study in Scarlett… –dijo sonriendo.
–De Santiago, Suspiro, Suspicaz, Sublime y Secreto.
–Y de Sexo, por Supuesto. Fue tal mi entusiasmo que los curadores le pidieron a la imprenta que hiciera este afiche y me lo dieran de regalo. Sé que es inevitable pero me pregunto si alguna vez veremos en una pantalla de ordenador esta letra con esa definición tan Soberbia.
–Es cuestión de tiempo. El último prototipo de e-reader que nos enviaron a la editorial es impresionante, la resolución es muy buena pero no así de nítida aún.
–Es tan placentero leerla además, aunque la Baskerville sigue siendo mi preferida–. Tomó el libro de Robertson, compuesto en Baskerville y continuó:
–Todo este trabajo dedicado a facilitar la lectura, ¿y puede creer que todavía hay criminales que publican libros con la Arial como cuerpo del texto? La diferencia del tiempo de lectura entre ambos tipos se puede cronometrar. Es insólito que los diseñadores gráficos se impongan de esta manera.
–Conozco varios de esos crímenes y criminales. Es preciosa esa S.
–Lo curioso es que desde esta mañana la estoy viendo con una mancha roja salpicando la parte de abajo. ¿Recuerda la anécdota del retrato de Stalin y Hirst?
Sí, recuerdo la anécdota tal como apareció en El País de España:
Al parecer, [Gill] el crítico de gastronomía de The Sunday Times poseía un retrato de Stalin, de autor desconocido, comprado por 200 libras. En 2007 se lo ofreció a Christie’s, pero la casa de subastas lo rechazó con la excusa de que no vendían obras de Stalin o Hitler. Desconcertado, Gill preguntó: «¿Y si fuera Stalin pintado por Warhol o Hirst?». «En ese caso nos encantaría tenerlo», fue la respuesta. Así que Gill llamó a Hirst y le pidió que pintara una nariz roja en la cara de Stalin. Así lo hizo y estampó su firma en el cuadro, que se vendió por 140.000 libras.
 
–Esa misma. ¿Se imagina cuánto se valorizaría esta magnífica S si Hirst le salpicara una mancha roja y pusiera su firma?
–Absurdo, pero con toda seguridad el coleccionista Mugrabi estaría dispuesto a comprarla.
–Pues imagínese que en la charla de Robertson estaba una de las asistentes de Hirst. Fue a la Feria de Arte de Ámsterdam y acompañó a una amiga a la charla de Robertson para practicar su español, me contó. En ese momento tuve un chispazo: le mostré las fotos de la cubierta de cuero que hice especial para el iPad de su hija y le dije que estábamos interesados, usted y yo, en editar la serie 20 libros de horror por Damian Hirst.
–¿Que qué? Sírvame una doble por favor.
–Delirio total, pero a la mujer le interesó la idea. Me dijo que esa noche iba a hablar con Hirst y que me llamaba más tarde para decirme él que opinaba de la propuesta.
–¿Le sonó la idea al personaje?
–Le sonó. El problema es que no tenemos cómo hacerla realidad.
– ¿?
–La idea es que la persona al abrir el libro se encuentre con una imagen horrorífica en el iPad. Parece que quiere poner las pinturas de su última colección como fondo de pantalla rotando cada 5 segundos. Hasta ahí está el éxito garantizado: esas pinturas son horripilantes.
Apuré mi copa. –Sírvame otra doble porfa. ¿Y en dónde está el problema?
–Pues en que por uno de esos errores de geografía que no entiendo parece que el hombre cree que Colombia es vecina de Bangladesh y quiere que abramos allá una fábrica para hacer las cubiertas de los iPads con los jóvenes que trabajan en el cementerio de los barcos.
–¿El cementerio de los barcos?
–Queda en Chittagong, en la costa de Bangladesh: allá llevan los barcos que ya no dan más para desarmarlos y vender toda la chatarra que puedan sacarles. Hay una foto famosa de los cuervos haciendo sus nidos con los alambres de acero que quedan de residuo después de fundir la chatarra, los llaman los cuervos de acero. Los trabajadores hacen su labor en las peores condiciones posibles, la tasa de accidentalidad es altísima.
–¿Y qué carajo tenemos que ver nosotros ahí?
–Pues que el hombre cree que esta es la oportunidad dorada para mostrar la dimensión social de su arte dando empleo digno a esos pobres bangladeshíes.
–De malas pues.
–¿No nos le vamos a medir a esta oportunidad? ¡Abramos un taller en Bangladesh!
–Vamos bien, ya nos está orientando esta lectura de Don Quijote
–Mamando gallo, claro. Le dije a ella que podríamos hacerlo con trabajadores colombianos desempleados pagándoles tres salarios mínimos, que eso ya de por sí sería algo excepcional en la historia de Colombia: aquí los salarios mínimos también son de hambre.
–¿Y?
–Inamovible Bangladesh. Parece que la pobreza de allá impacta más que la de acá.
–El caso es que el hombre le vio una nueva salida a sus cubiertas.
–Sí, esa es la parte que más me gustó. No crea, cada vez es más claro el final de esta era Gutenberg. Me pregunto cómo seguir adelante con mi oficio. A veces pienso que mi trabajo será el de preservar los libros que me lleguen como objetos de museo. O especializarme en los libros de artista. O seguir con la serie de diarios de viaje: todavía quedan románticos que quieren escribir sus diarios con tinta, dibujar en ellos y coleccionarlos en su biblioteca, no como weblogs. Los tiempos dorados de empastar la Enciclopedia Británica llegaron a su fin hace rato. Y con esta crisis, mejor ni le cuento cuántos libros empastamos el mes pasado.
–Y conseguir que Hirst les pinte una mancha roja en la cubierta. Ahí por lo menos la parte financiera ya quedaría cubierta de sobra.
Santiago puso cara de trascendental, bebió más ginebra y miró fijamente a la S de nuevo, como concentrándose en la mancha roja invisible: –No me lo va a creer pero anoche tuve un sueño con eso. En él le dije a la asistente que para darle más valor a la serie y aterrorizar aún más a los lectores, Hirst podría poner su huella en la portada con su propia sangre.
–¿Y qué decía Hirst?
–Se excitó muchísimo con la idea. Humedecía el índice en un vaso lleno con su sangre y ponía su huella en la portada de cada libro. El éxito de la serie fue enorme: el hombre se la pasaba todo el día firmando libros con una enfermera al lado que le sacaba sangre cada dos horas.
–De milagro no puso a sus asistentes a firmar por él.
–Sí estuvo tentado pero la gracia es que tenía que ser auténtica la huella, ya sabe, para evitarse las demandas por exámenes de adn.
–Está en todas el hombre. ¿Y qué más pasaba?
La lluvia empezaba a cubrir a Bogotá y una paloma bombardeó la claraboya.
–Uno cuenta estas historias y nadie se las cree: esa cagada de pájaro me hace recordar Crónica de una muerte anunciada, y pues eso pasaba, que el tipo se puso anémico y, como estaba en las últimas, los últimos libros firmados multiplicaban su valor y ya estaban Christie’s y Sotheby’s peleándose por cuál iba a llevar a remate el último libro firmado por Hirst. El hombre, víctima de su éxito, no podía parar y ahí quedó: murió desangrado.
–Ese sueño podría llamarse Hasta la última gota, o de cómo maté a Damian Hirst.
Pues sí. Y ya llegamos nosotros también hasta la última gota de esta botella. Voy por otra: tiempo de leer La Sagrada Biblia, ilustrada de nuevo por Lukas Bols.
–No, tranquilo, ya me tengo que ir.
–Vale, pásese con Cristina a cenar más tarde. Le traje sus galletas de miel preferidas y unos quesitos deliciosos, si quedan, porque Margarita los está probando todos.
Nos abrazamos y salí para mi oficina. Disgustado conmigo mismo, la verdad. Odiaba ese sentimiento de condescendencia de ver a mi amigo trabajando hasta la última gota en su oficio, como un héroe trágico que no puede escapar a su destino y yo asistiendo como testigo corifeo. Me enfrentaba a la vez con la impermanencia de mi propio trabajo de editor de algunos libros apetecidos o necesarios para algunos lectores. Era un obrero más en la construcción de la Gran Muralla China editorial que llegaba a su fin. ¿Seremos los editores necesarios en la era pos-Gutenberg? El testigo va pasando a la nueva era digital y marca así el fin de nuestra misión. Esa es nuestra última gota. Con S de Sangre.

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