En mi último paseo por las librerías me encontré con varios libros dedicados a Bob Dylan como parte del conocido Efecto Nobel. No voy a entrar en esa discusión antipática de si se lo merecía o no, si no hay cantantes que han hecho mayores o mejores aportes que él, etc. Hace años se filtró una lista del sonajero de la Academia sueca en el que ya figuraba el nombre de Dylan y mucha gente se lo tomó en broma. Probablemente el, la o los académicos que sugirieron su nombre se tomaron como una cruzada personal la demostración de que sí puede haber un cantante como ganador del premio.
Por supuesto que no tiene nada de raro. Basta con remontarse a Platón para recordar sus comentarios sobre los poetas y por qué deberían de ser expulsados de la ciudad ideal. Tomé al azar uno de estos libros dedicados a Dylan y no puedo negar que escuché el eco del filósofo griego. No hay escritor que no lamente el poder emocional de la música sobre la literatura: bastan unos acordes para evocar todo un universo de emociones, mientras que el verso aún más eficaz palidece como la luz de una vela ante el fulgor del volcán iniciado por la música. Pero esos versos ya sin compás son otra cosa: no es lo mismo leer “eres el metrónomo que marca el compás de mi corazón” que escucharlo con música. Creo que fue un éxito de los setenta u ochenta ese estribillo, con toda la parafernalia de mercadeo asociada (tarjetas tipo Timoteo, camisetas, tazas, etc.). (Sigue leyendo »»)