He llegado 8 años tarde a la novela Mañana no te presentes de Marta Orrantia, que se puede inscribir en el género faction. Narra la historia del personaje de ficción Aurora (Yolanda es su nombre de combate en el M-19), de cómo vivió la toma del Palacio de Justicia desde la preparación hasta su (literalmente) tortuoso y fatídico desenlace. En cierta forma la autora hace su propia toma del Palacio de Justicia para contarnos su desilusión: trae al M-19 a la palestra para examinar qué fue lo que pasó, cuáles eran finalmente los objetivos de la toma y, la espada de Damocles, si la financiación de la toma por parte de Escobar implicaba que el M-19 iba a poner sobre la balanza el tema de la extradición en el juicio que le iba a hacer al presidente Belisario Betancur por incumplimiento de los pactos con el grupo guerrillero.
Recuerdo que en la universidad un compañero se quejaba porque desde que existían los narcos todos los crímenes se les atribuían a ellos. «Algún día resultará que la toma del Palacio de Justicia también fue culpa de ellos», nos decía con ironía. Cuando nos enteramos de que la toma había sido financiada por Escobar más de uno quedamos desconcertados; nuestro compañero guardó silencio y se sonrojó bastante.
La novela de Orrantia tiene la virtud de que se entrevistó con comandantes del M-19 para recrearla. Se pueden extraer entonces varios datos entre líneas. Uno que me sorprendió en especial es que el grupo guerrillero tuvo planes de responder con misiles a los potenciales ataques con tanques por parte del Ejército. En la biografía que hizo Ramón Jimeno del coronel Velásquez, La impunidad del poder, este comentaba que en un entrenamiento en los EUA un colega de otro país le puso el video en Youtube de los tanques Cascabel disparando y entrando al Palacio: «¿En serio? Explíqueme esto». Otros colegas que pasaron alrededor decían con sorna: ¿A quién se le ocurrió ese rescate? ¿Pensó realmente el M-19 que el Palacio sería defendido o atacado con tanques de guerra?
Estas preguntas desvelan la debilidad de la novela (en mi opinión) que al final termina siendo inspiradora. En una entrada anterior comentaba LA toma del Palacio por parte de Escobar, basado en el testimonio del hijo de Escobar en su libro Pecados de mi padre. Pero más interesantes son las revelaciones de Virginia Vallejo en su relato de la relación que tuvo con Escobar, Amando a Pablo, odiando a Escobar. Vallejo revelaba que Escobar temía que el M-19 le hiciera conejo: él financiaba la toma con un millón de dólares en efectivo a cambio de que el M-19 destruyera toda la documentación que había sobre los narcos en el Palacio, que a la sazón ya ocupaba la cuarta parte del tercer piso. ¿Cómo iba a justificar el M-19 que había quemado o destruido los casos contra los narcos? Escobar dudaba de que el M-19 fuera a cumplir con el pacto y se puso a pensar en una solución. Como dato doloroso, en el libro de Jimeno se nos cuenta que toda la documentación que había en el Palacio estaba debidamente copiada en un archivo secreto cerca del Palacio San Carlos. Por un mínimo de justicia divina, una lástima que Escobar murió sin saber este hecho.
Vallejo nos dice que la solución de Escobar fue la más macabra posible: decidió soplarle la toma al Ejército para que se prepararan y acabaran con la guerrilla una vez que estuviera adentro. El M-19 recibió un millón de dólares de su socio pero la toma le costó mucho más que eso. Con la retoma del Palacio a sangre y fuego por parte del Ejército —continúa Vallejo— Escobar se aseguraba de que la documentación sería destruida, pero no solo esta: para el Ejército era la oportunidad de acabar con la documentación sobre las violaciones de Derechos Humanos y con algunos magistrados incómodos encargados de procesarlos. El pobre magistrado Urán ya estaba sentenciado antes de que el M-19 entrara al Palacio: no iba a sobrevivir a La Ratonera; así se llamó la operación con la cual el Ejército planeó encerrar a los guerrilleros y acabar con ellos (y los magistrados incómodos) como ratas.
La debilidad entonces en la novela de Orrantia (debilidad factual, no literaria) es que no sube a la palestra al Ejército de Colombia con su retoma a sangre y fuego. Nos deja pasajes en los que era evidente que el Ejército sabía que había rehenes (incluyendo magistrados) pero que había órdenes superiores que mandaban a acabar con todo; entre menos testigos, mejor. Orrantia atribuye estas órdenes al odio y sed de venganza por el robo de armas del Cantón Norte. Ahí creo que hizo falta un poco de contexto: en los ochenta, con la llegada de Betancur al poder, su lema principal de campaña era lograr la paz en Colombia, la negociación con las guerrillas para desarmarlas, desmovilizarlas que se reinsertaran en la sociedad y formaran sus partidos políticos. Para el Ejército colombiano esto era una quimera, la utopía de un presidente poeta que obviamente no sabía contra quienes se estaba enfrentando y ni hablar de convertir al M-19, enemigo acérrimo, en un partido político con alcaldes, congresistas y hasta potencialmente, presidente. El Ejército estaba convencido de que solo necesitaba más apoyo para derrotar a las guerrillas militarmente. La Ratonera iba a ser la estrategia para demostrar que estaba en lo cierto, el presidente equivocado y que se le podía ganar a la guerrilla. Entonces, más que odio se trataba de acabar con los planes de Betancur, con la vía política como salida del conflicto, y dejarle al Ejército la tarea de lograr la paz para Colombia.
Faltó entonces poner la cámara en cómo desarrollaba el Ejército La Ratonera, a quién se le ocurrió tan brillante idea y cómo no se detuvo ante la masacre que estábamos viendo todos los colombianos por nuestros televisores. Queda muy bien descrito el drama de Almarales cuando se da cuenta de que el Ejército no va a negociar nada, que no le importa que tengan rehenes, que va sencillamente a aniquilarlos: un drama brutal que le confirmó poco antes de morir que se habían equivocado de cabo a rabo con la toma.
Pero, como decía, la ausencia del Ejército como coprotagonista se convierte en una fortaleza, pues muestra la importancia de conocer esa versión, si bien sabemos que impera la ley del silencio y será imposible enterarnos de todo lo que sucedió en los Cuarteles Generales durante la retoma.
La omisión de la autora me inspira a plantear una hipótesis: sin la retoma del Palacio no se habría preparado el país para la desmovilización del M-19 y su participación en la Constituyente del 91. Me imagino que las consecuencias de la retoma dentro del Ejército tienen que haber sido muy fuertes, suficientes como para que la vía política recobrara sentido, para mover a los halcones a un lado y darle paso a una nueva ronda de negociaciones. Probablemente el mismo debate se dio al interior del M-19: había llegado la hora de cerrar su paso por la historia del país. En ese punto el M-19 leyó muy bien el sentir de los colombianos y la oportunidad histórica de que los halcones estuvieran congelados (al menos temporalmente). No cometió el error de las Farc, que bajo el control de sus particulares halcones, simuló años después acuerdos de paz para rearmarse.
La novela de Orrantia termina de manera dramática dejando esa hipótesis abierta de si el M-19 habría llevado la extradición al juicio a Betancur, de si en el fondo de eso se trataba la toma. Y nos traza el camino a esos testimonios que nos faltan de los protagonistas de la retoma.
Me quedo en especial con la frase de la madre de Yolanda cuando visitan la Casa del Florero que resume una de las grandes deudas de la ciencia política en Colombia, la de desmitificar la independencia:
Ese día habíamos visto un jarrón más bien feo y roto, y ella me había explicado toda aquella leyenda sobre Llorente y la Independencia, y luego me había dicho que las cosas seguían igual que antes y que a pesar de Bolívar y de las buenas intenciones, este país nunca se había terminado de fundar. (Capítulo VIII)