Lecciones de vida

De mis preguntas favoritas destaca la de qué haría si solo me quedara un día de vida. Ahora el filósofo francés Roger-Pol Droit lleva esa pregunta al extremo en su libro Si solo me quedara una hora de vida. Aún no lo he leído, sin embargo me puse a explorar la pregunta: ¿cómo condensar en una hora ese último día que me he imaginado? Le hice a F. la pregunta de Droit. De manera espontánea me respondió en un segundo: “Llamaría a despedirme de todas las personas que quiero”. Una respuesta que llevaré al Club del shock, sin duda; me dejó pasmado. Confieso que al reducir a una hora de vida el ejercicio, esa despedida final de los seres queridos no entró en mi top tres. Fue una especie de latigazo a mis prioridades vitales.

—Oye, ¿pero no es como llamar a amargarles la vida a los seres queridos, decirles “llamo a despedirme porque me muero en una hora”?

—Obviamente no les voy a decir eso, les diré cuánto los quiero y les daré las gracias por cuánto enriquecieron mi vida.

El latigazo fue aún más fuerte. Mi ser sigue clamando una gran aventura final, a pesar de que sé que F. tiene toda la razón. Algo tengo que cambiar.

Reciclaje

Conocí hace algunos años a una pareja de médicos pensionados que pasaban sus días en un apartamento forrado de libros. Ellos y los cactus eran la pasión de él. De ella, el piano. Tenía un Bösendorfer 170 y todos los días interpretaba a Bach. Le aprendí una frase que también es uno de mis mottos: Geen dag zonder Bach. Ni un día sin Bach. Conocía muy bien El clave bien temperado, y más de una vez interpretó alguna variación Goldberg para complacerme. Un día le llevé la grabación de las Variaciones de Andras Schiff. Al poco tiempo me dijo que le había quitado el primer lugar en sus preferencias a Rosalyn Tureck, que era su modelo de interpretación hasta entonces.

Él falleció de un infarto hace 3 años. Cuando fui a visitarla a ella para ofrecerle mis condolencias, me enteré de que no vivían en esa casa, sino en otra dos casas más allá en el mismo conjunto. Ella me dijo que timbrara en el número 808, no en el 802. “Pasábamos las tardes allá porque a él le gustaba estar rodeado por sus libros y sus cactus; yo no quería vivir en una biblioteca y optamos por tener dos casas, por las noches regresábamos a esta”. Me llevó a la 802 a preguntarme si de pronto había algún libro que me interesara guardar.

La gran mayoría era de medicina. Ella los estaba guardando en cajas. Le pregunté qué iba a hacer con ellos: “Reciclarlos. Se los ofrecí a varias bibliotecas universitarias y me dijeron que eran muy antiguos y no les interesaban, que quizás podrían interesarle a la Biblioteca Real para documentar la historia de la medicina. De allá revisaron el catálogo y me dijeron que los tenían todos. Quise llevarlos a la librería de segunda mano y me dijeron que no podían recibirlos, ni siquiera gratis. Ahora no queda más remedio que venderlos para reciclarlos. Me darán diez euros por cada caja. 1.800 euros en total que donaré a la iglesia. Luego arreglaré y alquilaré la casa”. Mejor suerte corrió su colección de cactus, que encontró refugio en un jardín botánico.

Entendí que ella quería que guardara un recuerdo de él a través de uno de sus queridos libros. Escogí Het Martyrium, la primera novela de Elías Canetti; toda la situación recordaba en algo a Peter Kien. Con un toque ambientalista del siglo XXI, esta biblioteca no terminaba incinerada sino reciclada. Como recién leí que le sucedió a la biblioteca de Julio Mario Santo Domingo Braga, no reciclada sino donada a Harvard.

Miro mi biblioteca y me pregunto qué destino tendrá cuando yo ya no esté. Por supuesto jamás lo sabré, solo deseo que encuentre otros ojos que la disfruten y que no termine en el camión de reciclaje.

Pasemos a algo mucho más amable:

Del díptico El comprador refinado presentamos: Es muy costoso

Estoy en tránsito en Barajas hacia Andalucía. Me encuentro varias camisetas amarillas con el 10 de James y, como noticia destacada en la prensa deportiva, que el Paris Saint-Germain “arroja la toalla por Di María”. Después de leer esa nota recordé la anécdota que inició este díptico.

Para el anticuario, aparte de la tradición de la fortuna, otra señal de refinamiento es el límite al hacer una compra. La falta de este límite es el rasgo característico de los Nouveau riche, el término clasista que usan para señalar a los ricos de nueva generación con mal gusto que todo lo quieren comprar sin importar el precio.

Aunque las fortunas de los jeques árabes datan de bastantes generaciones, su sello característico es el de “el precio no importa”. Un rasgo característico de los primeros grandes narcos colombianos, hasta que aprendieron a lavar su fortuna en esferas más tradicionales si se quiere.

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Del díptico El comprador refinado presentamos: Olfato cazafortunas

En mi primer viaje a Nederlandia la mamá de D. nos invitó a un evento y una reunión especiales. El evento era la feria anual de anticuarios en el castillo de Amerongen, a pocos metros de su casa. El ambiente, la disposición de los objetos, la forma de vestir de los asistentes dejaban en claro de que se trataba de un evento elitista. Me lancé a pasear por la muestra y encontré una pequeña biblioteca. Empecé a mirar los libros y me encontré una joya total: El tratado del buen uso del vino, de Rabelais. Lo abrí y decía que costaba "7". El sueño de todo librero es visitar una librería de viejo y encontrarse un tesoro así, casi regalado además. Sin ser un librero pensé que la vida me estaba regalando ese momento único.

Me sobreexcité y traté de preguntarle con toda la calma y naturalidad del mundo al anticuario si el "7" eran francos, libras, marcos o florines. Cuando vio el libro en mis manos casi le da un infarto. Estiró los dedos de las manos y tomó el libro con el pulgar y el índice como pinzas que recogen el tejido más delicado. “El libro no está en venta, es la edición príncipe. Lo traigo conmigo para ilustrar el valor y antigüedad de mi colección”, me dijo mientras lo devolvía a su lugar. Me sentí muy avergonzado. “Sin embargo”, haciendo gala de sus impecables dotes de vendedor y notando mi incomodidad, continuó: “veo que tiene un exquisito gusto para seleccionar obras. ¿De dónde viene?”. De Colombia. “¡Ah! Tengo magníficos clientes colombianos”.

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Modo viaje y el libro de los pasajes

1.

Una mañana marcada por el modo viaje. C. escribe: “Ya me quedé sin celular, porque se lo dí a DO, una odontóloga que a veces me ayuda con las cirugías. Quedé incomunicado hasta el próximo martes. Una sensación fantástica. Quedo en modo viaje. Me trataré de desconectar de todo”. E. descubre que perdió una llamada importante porque dejó el celular en modo viaje. Adopté esa costumbre de ella antes de dormir. Inconscientemente creo que me ayuda a dormir más rápido, siento que empiezo el viaje hacia la noche.

2.

Las calles de Buenos Aires
Ya son mi entraña.

Con estos versos empieza el poema Las Calles de Borges, el primer poema de su primer libro Fervor de Buenos Aires (o del que él quiso llamar su primer libro, negando sus Himnos Rojos). Con el estudio de este poema comenzó uno de los cursos de verano que el profesor Manuel Hernández le dedicó a Borges. De ahí pasamos a leer a Poe, Baudelaire y sobre todo a Benjamin, las páginas de todos ellos que hablan sobre la ciudad. Dirección única se volvió un libro fetiche de mi modo viaje. De paseo por Berlín inicié con entusiasmo infantil una colección de señales de Einbahnstraße que me encontraba en el camino.

De ese curso me quedó una especie de plantilla para recorrer la ciudad, para conocer su entraña y explorar cómo se escribía en la mía. La necesidad de descubrir su parkway de La Soledad, como bellamente lo expresó un compañero, su fábrica de colchones, su Candelaria… La ciudad como espejo del alma.

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