Nuevo patrón de medida

Hoy me dio un nuevo ataque utópico en la ducha. Empezó con una reflexión sobre la purga continuada en que sigue el Estado colombiano a pesar del Acuerdo de Paz (más de 200 indígenas y líderes sociales asesinados en el último año): el esfuerzo inagotable por silenciar las voces que claman justicia social.

Sentí también asco por la bellaquería del Congreso colombiano: negocian un paupérrimo salario mínimo y después a lo largo del año se sube a sí mismo sus propios beneficios. En ese extenso capítulo propio del Congreso colombiano en La historia universal de la infamia, ocupa un lugar especial Juan Manuel Corzo, expresidente del Congreso, que afirmó que con su salario de 21 millones de pesos de entonces no podía pagar la gasolina de los automóviles en los que se movilizaba. Cabe recordar que el salario mínimo en 2011 era de 535.000 pesos. Es decir, un congresista recibe lo mismo que 40 colombianos con salario mínimo (esta proporción se mantiene en el 2019).

En ese instante me atacó la utopía: el baremo para los salarios en Colombia debería ser el salario mínimo. Tomemos el caso de los Países Bajos, un país al que no se puede llamar comunista: el Primer Ministro Mark Rutte recibe €165.916 anuales. El salario mínimo anual en los Países Bajos es €19.620. Es decir, el Primer Ministro holandés recibe 8.5 salarios mínimos mensuales. ¿Qué diría entonces Corzo si se le pusiera un tope de 10 salarios mínimos a su sueldo mensual? ¿Y al presidente de la República de 12 salarios mínimos?

Estas son las proporciones que logran la distribución de la riqueza en una sociedad. Al igual que fortalecen la empatía con los compatriotas, porque parece que a veces se olvida que el gentilicio de colombiano hermana a todos. Corzo:

Es imposible sostener dos carros y tener gasolina para dos carros. Nosotros (los congresistas) ganamos menos que muchos empresarios en Colombia.

¿Pensará en los millones de colombianos que deben sobrevivir con un salario mínimo y muchas veces hasta con menos cuando negocian el salario mínimo? Si su propio salario dependiera de esa escala, ¿pensaría lo mismo? Tomar el salario mínimo como patrón para los demás salarios en el país haría mucho por la igualdad y la solidaridad en la sociedad. Escucho a lo lejos los gritos de protesta, la histeria colectiva, de todos aquellos que jamás aceptarían que sus salarios tuvieran semejante tope, porque la idea siquiera de subir el salario mínimo para que no reciban un golpe tan duro en sus economías ni siquiera se les pasa por la cabeza.

Desafortunadamente, esto es lo que con desprecio se llama utopía en Colombia, la realidad que viven muchos países prósperos e igualitarios. Terminé la ducha con cierta sensación de cien años de soledad.

Zarpó el Titanic (2). Arde Notre Dame

Para el buen lector utópico con seguridad no pasó desapercibida la glosa de Mónica Ferrer a su trino sobre el Titanic: «Tampoco terminó bien». El tampoco hace referencia a un hecho anterior que también terminó mal. Esa nota con la pisca justa de humor negro le ha abierto toda una veta a mi imaginación.

1.

Empiezó por recordar unos cachos infames que me pusieron en un momento oscuro de mi vida.

Regresaba de vacaciones de Colombia, estaba en un cocktail y fui a sentarme con mi copa al lado de dos amigas de mi autora (para parafrasear a Ángela Vicario). No sé si el alcohol ya estaba surtiendo efecto pero llegué a saludarlas con una gran sonrisa que dejó cierto espacio al desconcierto cuando escuché que la una le decía a la otra: «La sonrisa que le va a quedar cuando se entere de lo que está sucediendo». Efectivamente, como no sabía lo que estaba sucediendo, no le di mayor importancia y charlamos como si nada.

Bastaron pocas horas para saber qué era lo que estaba sucediendo: a las tres de la mañana, mientras dormíamos ya en su casa, un hombre empezó a timbrar desesperado a la puerta. Ella me dijo: «Es un loco que anda suelto por el barrio, no le prestes atención». Pero entonces el loco empezó a golpear la puerta gritando su nombre: «¡Abre XX! Sé que estás ahí con otro, ¡puta!». Le dije: «Creo que el loco te conoce y me está llamando a mí el otro. ¿Quién es?». Empezó a llorar y me lo contó todo.

En condiciones normales habría seguido el consejo de Freud: El hombre sensato cuando es engañado empaca sus maletas y se va. Con un loco afuera que probablemente tendría un machete en la mano me pareció que lo más sensato era irme a dormir al sofá y confiar en que al amanecer se hubiese marchado o estuviera durmiendo tan profundo que no notará que iría a pasar encima de él. (Sigue leyendo »»)

De Ana a Ama (un poema en mi inbox)

1.

Memoria de mis putas tristes y la inédita En agosto nos vemos son las dos únicas novelas desafortunadas en el canon de García Márquez. Tengo la hipótesis personal de que la crítica que le hizo Enrique Krauze desde la revista Vuelta reseñando Del amor y otros demonios fue un punto de quiebra en la literatura de GGM. Krauze lo acusó de seguir repitiéndose, de explotar su fórmula del realismo mágico una vez más con los elefantes que enhebran agujas, los mismos viejos trucos con distinto traje de su obra anterior. Pasaron diez años entre esa novela y Memoria, en la que GGM parecía querer rebatir la crítica de Krauze con una novela despejada de los “juegos pirotécnicos” del realismo mágico, solo dejando aquellos indispensables que continuaban siendo un guiño al lector en tono de humor.

Cuando a García Márquez se le preguntó por el plural del título porque en realidad la novela trata sobre la relación entre Emilio Echavarría y la virgen adolescente Delgadina, señaló que tenía otras historias paralelas en mente pero ya por entonces estaba luchando contra la enfermedad; no había tiempo de elaborar más memorias. Sucedió igual con su autobiografía, que estaba planeada para constar de tres tomos y solo pudo terminar el primero, una obra esencial, pero se quedaron sin hacer el segundo, sobre su tiempo indocumentado en Europa, y el tercero, con perfiles de gente sobresaliente que había conocido en su vida; dejó algunos invaluables en la revista Cambio, como los de Clinton y Chávez. (Sigue leyendo »»)

¿Polos opuestos e irreconciliables?

1.

Como politólogo hay cuatro polarizaciones en el hemisferio occidental que me llaman la atención: el proceso de paz en Colombia, la fijación en el poder de Maduro, el Brexit y el independentismo catalán. Procesos en los cuales las sociedades están tan polarizadas que parece imposible encontrar un punto medio. Salvo el caso venezolano, donde las estadísticas no son confiables (como tampoco las elecciones que perpetuaron a Maduro), los indicadores marcan empates técnicos de 50% (población a favor del proceso de paz, del Brexit, del independentismo). Son procesos además que afectan el diario vivir de las personas: familias y amistades que se rompen por las diferencias políticas, economías que se ven resentidas por estos procesos: ¿llegará más inversión extranjera a Colombia con la perspectiva de reanudar el conflicto si se rompe el Acuerdo? ¿inyectarán más capital los chinos y rusos en Venezuela? ¿seguirán migrando empresas del Reino Unido al continente europeo o de Cataluña al resto de España? Todo un laboratorio en vivo para estudiar resolución de conflictos.

Como utopista también son interesantes, porque la resolución de conflictos requiere del planteamiento de escenarios posibles, un espacio donde ejercer la imaginación política, la formulación de soluciones utópicas (en su sentido factible). Son, como dirían los maestros zen, el fango necesario para que florezca la flor de loto: sin fango, no loto.

He ido observando también mi pensamiento sobre estos procesos y debo reconocer mi tendencia instintiva hacia el que creo que es el mejor escenario colectivo: desmovilizar y pasar por la justicia transicional en Colombia, soportar la presencia de las Farc en el Congreso por 10 años, favorecer la transición del régimen de Maduro a uno con más competencia para dirigir el país, en especial la economía, facilitar un segundo referendo con un margen de 65% para decidir si habrá Brexit o no, volver al voto paritario en Cataluña, donde las provincias separatistas no pesan más que los taberneses constitucionalistas. Con el tiempo han ido aprendiendo a convivir el politólogo con el utopista.

2.

Hace ya varios años mi amiga L me recomendó el libro Being Genuine: Stop Being Nice, Start Being Real, de Thomas d’Ansembourg, que me introdujo a la Comunicación No Violenta (CNV). L me había visto discutir  y me dijo que por la defensa vehemente de mis ideas, creencias o argumentos, me estaba perdiendo coincidencias y diferentes puntos de vista que enriquecerían mi pensamiento. Medité mucho sus palabras, le agradecí ese shock benjaminiano y empecé la lectura de d’Ansembourg.

Reconocí en especial el dolor por la pérdida de una amiga que quise mucho por una discusión sobre las Farc, que nos llevó incluso a cerrar un medio que habíamos creado juntos, al igual que otras escenas que se remontaban a décadas atrás en mi pasado. Reconocí mi falta de preparación para la polémica, el debate e incluso el diálogo. En ese camino me encontré también con una charla del Dalai Lama en la que comentaba que durante los recreos en su formación monacal el deporte que más le gustaba practicar era el debate, poner en discusión sus propias ideas con las de los otros. No para comprobar que se tenía la razón, sino para acercarse a la verdad. Como diría Borges, lo importante no es quien escribe el poema, sino el poema mismo.

3.

Al plantear las soluciones utópicas a los cuatro conflictos mencionados, me doy cuenta de que es precisamente la comunicación violenta uno de los principales obstáculos para hacerlas realidad, o siquiera para considerarlas entre todos, como jóvenes budistas que charlan en el recreo. Una parte descalifica a priori cualquier iniciativa que venga de la otra. Mientras pensaba en esto, una mujer negra musulmana con velo se sentó a mi lado en el metro. Lo tomé como una señal: ¿qué pensaría ella sobre mis creencias sobre la inexistencia de dios tal como lo definen las principales religiones? Me imagino que me llamaría blasfemo y me auguraría una vida en el infierno por profano. O lo mismo que ella creería sobre las otras religiones. Pensé que era una mensajera para traerme de nuevo a la realidad que enfrentan las utopías, pero igual no perdí de vista que esta escena es posible gracias al ambiente de tolerancia creado por los holandeses (que tampoco escapa del todo a las voces xenofóbicas o discriminadoras).

4.

Desafortunadamente todavía tengo mis recaídas en la comunicación violenta, en especial con temas que no quiero entrar a discutir y que me señalan el trabajo interior pendiente. Es cuando comprendo las dificultades que varios de los actores principales de los conflictos tienen, la incapacidad para considerar siquiera otro punto de vista y, más aún, ceder a una posición mejor para las dos partes..

Ahora, no entiendo muy bien por qué al pensar en esto me llegan imágenes de marchas colectivas, la última la del viernes pasado de los jóvenes por el cambio climático. Recordé páginas de Masa y poder de Canetti, y no estoy seguro si esta idea se la leí a él o no: el poder de la marcha colectiva es que si se hace de corazón, nos compromete con una causa, con un camino, con una utopía. Quizás no motive un cambio en los poderosos, en quienes sostienen la posición contraria o ni siquiera se plantean la de los marchantes, pero ese compromiso colectivo puede traer cambios a largo plazo. D’Ansembourg dice que la CNV es más un trabajo de jardinería que de coyuntura: no se trata de resolver un conflicto puntual, sino de preparar el camino para que cuando llegue el conflicto pueda ser resuelto de la manera más armónica posible, con consideración de las partes. Las marchas cumplirían también esa función de jardinería, como una invitación a convertir en acción el pensamiento, empezar por el primer paso: comprometerse.

El utopista ya ha hecho su trabajo, ha planteado posibles caminos y una metodología para alcanzarlos. Pero sigue ahora el trabajo del politólogo, que no ve tan claro cómo se van a resolver estos conflictos.

De Roma a Santa Bárbara pasando por Chapinero, memorias de Cleo, Rosa Tulia y Luz Helena

En 2006 el escritor colombiano Mauricio Bonnett publicó La mujer en el umbral, libro que leí el año pasado después de haber recibido como regalo sus Cinco versiones de Adriano, que me gustó mucho. Encontré grandes coincidencias entre Rosa Tulia, la empleada doméstica de la casa en Santa Bárbara protagonista de la historia, el coprotagonista adolescente Diego, con Luz Helena, nuestra empleada en la infancia cuando vivimos en Chapinero, a quien me encontré muchos años después cuando era el tinieblo de Lina María. Así que vi Roma, de Cuarón, como otro de estos relatos de vida cotidiana de familias latinas pequeñoburguesas, con sus semejanzas y diferencias.

Cuarón hace un retrato fiel de esa forma moderna de esclavitud que viven las empleadas domésticas en muchos hogares todavía. Son las que primero se levantan en un hogar y las últimas que se acuestan. De niño recuerdo cómo le decía a mi madre que me parecía una injusticia que Luz Helena no pudiera recibir visitas ni salir por la noche, solo los domingos. Pero después de ver el casi documental de Cuarón, entendí también por qué no había entendido claramente la diferencia entre una sirvienta y una empleada doméstica. De hecho, cuando escuché la palabra sirvienta por primera vez en mi vida creí que era una forma despectiva de referirse a las empleadas domésticas. Luego, con la experiencia, vi la diferencia real: hay gente que utiliza como sirvientes a los empleados domésticos.

Desde niño junto con mi hermana tuvimos claro que Luz Helena estaba en casa haciendo su trabajo, no para servirnos a nosotros sino para ayudar a mantener la casa. Jamás se nos ocurrió pedirle algo para nosotros, ni siquiera un vaso de leche o de agua, salvo cuando estaba trapeando la cocina y no podíamos pasar. Durante las vacaciones jugábamos a brillar el piso de madera del corredor con ella. Nos sentábamos en unos trapos viejos, unos jalábamos a los otros y disfrutábamos la sensación de velocidad. Como ella era más grande no se sentaba, solo nos jalaba. (Sigue leyendo »»)