Encuentros con los vampiros (2). Miedos atávicos

Tuve una novia que me doblaba la edad. A pesar de estar muy feliz con ella me encontré sin esperarlo con el rechazo de muchas personas (amigos y familiares). Escuché también cualquier cantidad de chistes malos. Recuerdo incluso a un personaje que en un canal de Amsterdam, mientras veíamos a jóvenes pasar con sus faldas vaporosas en bicicleta, me decía que no había placer en la Tierra equiparable a acariciar el cuerpo de una mujer joven, de tetas paradas y culo firme. Era un hombre casado con una mujer espectacular y con dos hijas que entraban en la adolescencia. No comprendía que yo, a mis 29 años, renunciara a ese placer supremo por estar con una mujer mayor.

Me hizo reír. Hablaba de las tetas paradas y el culo firme como quien paladea el pernil de pollo asado de La Chispita, que a mí también me gusta, mucho. No llegó al límite de preguntarme por qué prefería una gallina vieja, como dicen también los cubanos. Para mí también era claro que no había punto en contarle que había escogido a mi pareja por ser la mujer que era, no por su edad.

Viajé mucho con ella y en todos los lugares donde nos encontramos con personas siempre había alguien que levantaba la ceja. En Barcelona, en uno de mis restaurantes preferidos, ya siendo amigos una señora nos observaba como una experta microbióloga ante la mutación del ébola. La miraba a ella, me miraba a mí, luego a ella, luego a mí. Me dio risa la impertinencia de la señora pero mi amiga se sintió incómoda. Peor aún, se sintió vieja. Me preguntó que si no me avergonzaba que me vieran con una mujer vieja. Apenas pude responderle que el día que esta experta microbióloga me regalara algo de lo que había vivido con ella, quizás ese día le pondría atención. Hasta entonces no era más que otra persona impertinente cuya opinión no tenía mayor valor para mí.

Muchas veces me pregunté por qué el rechazo de estas personas a una relación entre un hombre joven y una mujer mayor. Mi mejor respuesta fue que se trataba de un miedo atávico cuyas raíces se extienden también a la homosexualidad y el aborto: el miedo a que no se reproduzca la especie. Hasta Pasteur y su descubrimiento de las vacunas este era un temor justificado. Desde entonces la humanidad se ha multiplicado de forma exponencial. Ahora solo a los vampiros les preocupa que no se reproduzca la especie, de que no haya sangre joven que alimente el sistema de pensiones (entre otros beneficios de la sangre joven).

Ayer el fallo de la Corte Constitucional colombiana expresó una nueva faceta de este miedo atávico: limitó el derecho de adoptar de las parejas homosexuales a los hijos biológicos de un miembro de la pareja –que sin embargo es un paso adelante en una sociedad aterrorizada por miedos prebíblicos. El gran temor es que los niños que sean educados por padres homosexuales terminen siendo homosexuales también y entonces ¡tampoco reproduzcan la especie!

Ni que se rompa tampoco ese mecanismo de transmisión llamado la sagrada familia. Esa estructura a la cual le debemos la figura prolífica del tinieblo y aún así sus más feroces defensores dicen que está compuesta solo por un hombre y una mujer. XX y XY. Ni XYY, XXYY, XXXX. A pesar de que la homosexualidad está presente desde los orígenes de la humanidad, estos temores atávicos se empeñan en desaparecerla. El sátiro no se cansa de decírselos: “Si no quieren homosexuales prohíban que los heterosexuales tengan hijos, ¡ellos son sus padres!”.

He tenido la fortuna de conocer homosexuales maravillosos en mi vida, siempre me ha llamado mucho la atención su sentido del humor pues hacen chistes que están totalmente fuera de lo común, y admiro cómo han logrado asumir su condición a pesar de tantos prejuicios en la sociedad. Pero pienso también en todos aquellos que no lo han logrado, que no han tenido la fortaleza de salir del clóset en una sociedad que los condena desde la cuna, y solo queda confiar en que sigamos avanzando a su plena aceptación como ciudadanos. Es vergonzoso leer a la iglesia católica disculpándose con Galileo Galilei en el siglo XX, a la reina Isabel con Alan Turing en el siglo XXI, pero esos son los tiempos de los miedos atávicos.

Cantemos: