Estudié Ciencia Política por varios motivos, entre ellos, la existencia de niños abandonados en las calles de Bogotá, la retoma brutal del Palacio de Justicia, la lectura de los Escritos Políticos de Hermann Hesse, que me llevaron entre otras a desarrollar mi primer síndrome de Don Quijote, a la lectura de Paideia y a sembrar los pilares de mi pensamiento utópico. Me gradué de la universidad sin haber tocado de lejos ninguno de estos temas, con una terrible angustia porque sentía que había un abismo entre la realidad estudiada en la universidad y la que vivíamos afuera. La palié un poco con mi monografía de grado, en la que hice un estudio del Estado colombiano desde otro ángulo, creo que más acertado pero que incluso hoy en día se queda corto, el propuesto por el profesor Fernán Gonzáles de País en construcción, que en realidad es una figura benévola para un Estado apropiado por la plutocracia nacional y sin interés alguno en crecer para cubrir a todos los colombianos. También investigué un poco la toma y retoma del Palacio, un estudio que también he ido actualizando con el tiempo y el descubrimiento de nuevos hechos.
Esta semana ha habido dos acontecimientos que me han confirmado que, en efecto, la Ciencia Política que estudié está muy desfasada con la realidad de Colombia: la condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al Estado colombiano por el genocidio sistemático de la Unión Patriótica durante 20 años y la de Camilo Tarquino, expresidente de la Corte Suprema de Justicia por ser miembro del Cartel de la Toga. (Sigue leyendo »»)