Tras las huellas del hombre emancipado

Una exnovia holandesa le decía a sus amigas que yo era el hombre más emancipado que conocía: «Orina sentado». Las miradas de admiración de sus amigas me daban a entender que era toda una curiosidad en los Países Bajos y todo un logro del feminismo colombiano que me hubieran enseñado a comportarme así de bien. «Obviamente tampoco deja el bizcocho arriba», y me encontraba inexplicablemente entonces en un altar virtual. «Los holandeses tienen mucho que aprender de los colombianos», concluían.

Hasta que un día sucedió lo inevitable. En una de esas reuniones una amiga hizo la pregunta impertinente: «¿Cómo fue tu proceso de aprendizaje? ¿Fue difícil dejar de orinar de pie? ¿Sentiste en algún momento que se perdía o debilitaba tu masculinidad?». Les conté la verdad.

Sufrí una miopía severa progresiva que me obligó a usar lentes de contacto desde los diez años. A medida que crecía tuve que aprender a orinar sentado porque el riesgo de fallar el disparo era bastante grande. «Ya con los lentes puestos es otra historia: levanto el bizcocho y apunto lo mejor que puedo. Eso sí, después siempre lo bajo». Alcancé a escuchar cómo se agrietaba mi pedestal virtual. Mi ex me recriminó que no le hubiera contado toda la historia antes. «¿Has orinado de pie en mi casa?», terminó por preguntarme ya con cierto enfado. No pude negarle la cruda verdad.

No voy a decir que poco tiempo después terminamos por ese episodio, si bien fue un granito de arena más en nuestras discrepancias sobre las percepciones del feminismo que cada uno tenía. Muchas cosas que ella reclamaba me parecían más caprichos que derechos de la mujer, cuando no franco egoísmo.

Una vez estaba escogiendo un concierto para celebrar mi cumpleaños. Tenía que contemplar varias variables, como la ubicación, el costo, la hora, el tipo de música, etc., pues quería invitar a amigos y familiares. Ella me recomendó un concierto al que le gustaría ir mucho. Le dije que lo pondría en la lista de opciones.

Al día siguiente me llamó a preguntarme si ya había tomado la decisión: «Decide rápido, porque no todo el mundo tiene que esperar a que tú decidas así sea tu cumpleaños». Ya me sonó raro. Al día siguiente: «He decidido que voy a ir a ese concierto, no voy a esperar más al dedo de Zeus. Si quieres venir a celebrar conmigo, genial». Obviamente no celebramos juntos ese cumpleaños.

En Colombia jamás escuché a un hombre que dijera «no me quiero casar con una colombiana». En Holanda he escuchado a varios que no quieren casarse con holandesas, por historias similares a la que viví. Varias emancipadas dicen que es lógica su decisión, pues buscan polacas, checas y hasta vietnamitas, latinas o indonesias que sean tan sumisas como lo fueron sus madres, «se niegan a cambiar su mentalidad».

Tuve la fortuna de ser educado en condiciones de igualdad con mi hermana por parte de mis padres. Nunca se me dio una autoridad o privilegio superior por ser el hermano mayor, el primogénito. Y también la de estudiar en un colegio mixto donde los tres primeros lugares de la clase los ocupaban mujeres que tenían nuestro reconocimiento colectivo por su pilera. Tampoco tuvimos dificultades porque los profesores fueran hombres o mujeres, más allá de las fantasías que podrían crear en jóvenes adolescentes. De hecho recuerdo que mi primer taller de programación, pionero en la educación colombiana, era dirigido por una mujer: aprendí QBasic con ella (gracias Ms. Clara).

No sé si fue en Holanda que se inventó la figura del hombre emancipado, quizás fue importado de algún país escandinavo. Es un acierto para complementar la liberación de la mujer de los roles de sumisión impuestos por la sociedad, no solo por los hombres; de hecho hay mujeres que todavía sostienen que las feministas son unas tontas, nada más placentero y cómodo que tener un hombre que las sostenga y complazca todos sus deseos a cambio de verse y portarse como una dama. Las he oído.

En Bogotá ya escuché a R. H. Moreno-Durán decir que la revolución más significativa del siglo XX había sido la de la mujer. El riesgo de esta revolución, como de cualquiera en la que se redefinen las relaciones de poder, es la dictadura o el totalitarismo, creer que por ser mujer se tiene siempre la razón o que si un hombre la contradice es porque no está suficientemente emancipado o persiste en el machismo. Esto es francamente muy aburridor, cuando no invivible. El precio a pagar es la imposibilidad de construir una relación de pareja. Claro, en caso de quererlo, porque faltaría más implicar que se necesita una pareja para sentirse bien.

Hace un par de años nos encontramos con mi ex en las bicicletas. Quedamos de vernos una noche. Me invitó a cenar y la charla que prometía ser agradable terminó convirtiéndose en un análisis de cómo iba mi lucha por la emancipación, pues después de todo habían sido mis trazas machistas las que habían arruinado nuestra relación. Aburrido por sus argumentos, le dije algo que no sé de dónde provino. Le comenté que estaba aprendiendo a conectarme más con mi lado animal y que ahora me preguntaba por qué algunas mujeres me lo paran y otras no: «Y no creas que es algo que solo nos pasa a los hombres. Las mujeres en Colombia dicen de un hombre que les gusta que moja cuco. De hecho uno de los mejores cumplidos que me han hecho fue pienso en ti y me mojo». Algo por completo fuera de contexto y vulgar. No sé si buscaba que me echara de la casa, me pusiera la ensalada sobre la cabeza o si al final de todo quería decirle que me había aburrido hasta la saciedad de atender a todo lo que la hacía feliz a ella, incluso en la cama, y de que no parara con su desprecio por los hombres. Que definitivamente me sentía más atraído por mujeres que estaban viviendo su propia vida y solo buscaban una pareja sin ninguna otra exigencia que compartirla.

Cuando sentenció que evidentemente no había hecho mucho progreso, que por el contrario estaba involucionando en un macho más, entendí que era mejor terminar la cena y regresar a casa. Le pedí que me permitiera usar su baño antes de irme. Y, por otro acto inconsciente que aun no comprendo del todo, decidí orinar de pie en su lavamanos. Eso sí, lo dejé muy limpio: si llegase a buscar alguna huella del culmen de mi proceso involutivo jamás podría encontrarla. Lo más curioso es que salí sintiéndome un hombre más emancipado aún, solo que quedé con una marcada alergia a ese feminismo radical.