Melómano

(N. del E.: Este texto pertenece a la serie Senderismo, de clara inspiración borgeana: recorre fragmentos del jardín de senderos que se bifurcan)

1.

En una partida de Scrabble utilicé la palabra Melomaan. «¿Qué?», fue la reacción general, incluyendo la de un amigo editor que hacía parte de la mesa. Les dije que la teníamos en español, melómano, al igual que en italiano y alemán, melomane; francés, mélomane; inglés, melomaniac; y en neerlandés, melomaan, todas derivadas del griego Μελομανής, amante de la música.

Para desenmascararme como charlatán, S. se lanzó a buscar en Google Translate la traducción de melomaan. Oh, sorpresa, la palabra no existe. Busqué melómano; tampoco. Acudí al traductor de Microsoft en mi teléfono, mientras S. consultaba el Van Dale en línea: «tampoco se encuentra en las palabras de traducción gratuita», y E. traía el Gran Diccionario Van Dale. Punto incompleto para el traductor de Microsoft sobre el de Google, pues solamente traduce la palabra equivalente en francés, no en español, italiano, inglés, alemán o griego, acudiendo siempre a amante de la música.

El Gran Van Dale sí incluye la palabra, definida como iemand met een overdreven liefde voor muziek (alguien con un amor excesivo por la música). Ese adjetivo excesivo recoge la ambigüedad de la palabra griega, pues no solo define al amante de la música sino también a la persona enferma por la música, como lo hace el Merriam-Webster, no así el Oxford, que acoge el mismo sentido de las demás lenguas latinas. Quizás por ello Joyce tuvo que acuñar la palabra Musicophile en inglés, para suprimir cualquier relación con alguna enfermedad y asimilarla claramente al amor por la música.

«¿Cómo llaman entonces ustedes a un amante de la música?», les pregunté. «Muziekliefhebber», respondieron al unísono, palabra similar a la que prefieren usar los alemanes: Musikbesessener. No supieron decirme por qué preferían esta palabra a melomaan, que sonaba mucho más amable, de pronto por la misma razón que Joyce, pero ahí quedó la inquietud.

2.

Recuerdo haberla escuchado por primera vez de mi madre cuando le comentó a una amiga que yo era un melómano. «¿Un qué?», pregunté yo también. «Alguien que ama la música, como tú», me aclaró ella. Caí entonces en cuenta de que la novela Q&A (en la que se basa la película  Slumdog Millionaire) es otra variación de El jardín de senderos que se bifurcan, que nos cuenta cómo cada persona se encuentra en la vida con las palabras (o no).

3.

En Praga conocí al talentoso joven pianista Krste Badarovski. Mi amiga L. me presentó ante él como musicólogo. «Melómano», aclaré. Badarovski me miró con cara de sorpresa pero no se atrevió a preguntar qué era un melómano, así que imagino que asumió que era una rama de la musicología porque empezó a hablarme del estilo de su música, una especie de mezcla entre Richard Clayderman y Philip Glass: «Tienes que oírla para comprenderla mejor». Definitivamente, pensé yo, no puedo imaginarme cómo es esa mezcla. «Yo hice el camino de Clayderman a Glass», le comenté. A mi padre le gustaba afeitarse mientras escuchaba a Clayderman, de pronto se sentiría el barbero de Chapinero o era su forma sutil de coquetear con mi madre con niños alrededor.

4.

Mi camino de pasar de Clayderman a Glass fue como el de Colón lanzándose al océano infinito en busca de las Indias, todo otro jardín de senderos que se bifurcan. Mi padre escuchaba mucho la HJCK, El mundo en Bogotá, que utilizaba una de las partitas de violín solo de Bach como cortinilla. Ahí ya sabía que había un universo enorme por explorar, pero igual la emisora era bastante conservadora en la programación de música clásica, no se aventuraba a ir más allá de los clásicos, al igual que lo hacía con el jazz. En 1977 se inauguró la Javeriana y mi padre empezó a sintonizarla por curiosidad. Junto con la Radiodifusora Nacional y su programa de música del mundo de los domingos de la noche empezaron a expandir mi mapa musical.

Luego tuve la fortuna de encontrarme con C. y juntos comenzamos nuestras respectivas musitecas. Era un gran placer intercambiar nuevos descubrimientos. Después se dio una casualidad increíble: nos encontramos con los Andreses, que no se conocían entre ellos. Ambos eran melómanos consumados y cada fin de semana iban al centro de la ciudad a comprar discos. Sin saberlo, nos convertimos en banqueros, aquella persona que lleva el dinero del punto A, donde está, al punto B, donde se necesita, y regresa a A con una plusvalía y deja una comisión en su bolsillo en el camino.

Le pedíamos prestados discos a Andrés (punto A) para copiarlos y llevarlos al otro Andrés (punto B), quien nos daba novedades para compartir con el primer Andrés (punto A). Descubrimos con impudicia nuestro carácter mezquino: podríamos presentarlos, de pronto congeniarían, pero entonces nos quedaríamos sin fuentes de alimentación: «Mejor no presentarlos». Hoy en día me alegra presentar DJs entre sí en Blip.fm y siento felicidad cuando reproducen ese encuentro primigenio con C en el que intercambiábamos novedades.

5.

Hacia los 17 o 18 empezamos a explorar con C. el centro de Bogotá solos. Antes lo caminaba con mi padre, que conservaba un apartado aéreo en el edificio de Avianca del parque Santander. Nos gustaba darnos nuestro septimazo. Con C llegamos a las tiendas de música y libros de la 19, que eran un paraíso perdido entonces. Valga la pena recordar el obituario de ese personaje entrañable que nos recibía en la Musiteca, Saúl Álvarez, por Diana Luque. Eran jornadas largas de exploración que podían terminar en la Buchholz de la 26 para hacernos con algún viejo ejemplar de la revista Eco, ver los cuadros de la galería o, si era domingo, buscar cassettes piratas de salsa clásica, pura y dura. Luego regresábamos a casa a disfrutar los tesoros encontrados.

6.

No gané la partida de Scrabble, si bien quedé muy contento con los 72 puntos que me dio la palabra melómano, habérsela presentado a mis amigos holandeses y el pequeño recorrido por este sendero de la memoria.

Melómanos utópicos, disfrutemos: