Mientras J. se doraba en la playa me fui a caminar por uno de los pequeños muelles de Viareggio. Había muchos pescadores, probablemente ya pensionados que aún seguían cultivando su afición. Ubicado entre ellos, mirando al mar Tirreno, me pregunté qué estaba pescando yo. La respuesta llegó, como no, en forma de pescador pensionado de 1.60, corpulento, muy concentrado en la historia que espontáneamente me empezó a contar.
Parecía algo muy importante para él, no paraba de hablar y yo no encontraba la pequeña pausa que me permitiera decirle que no hablo italiano. Pensé que no me quedaba más remedio que escuchar su monólogo y permitirle que se desahogara, solo que no estaba preparado para la pregunta final: cosa na pensi? A lo que tuve que responder, inevitable: Scusa, ma io non parlo italiano.
El pescador me miró con cara de por qué no se lo dije antes, pero sin darle mucho más importancia se despidió y pasó a compartir su historia con oídos mejor preparados que los míos. Sin embargo, me gustó mucho el hecho de que un desconocido me contara una historia con la mayor de las familiaridades para terminar con la pregunta final: y usted, ¿qué opina? Era una forma muy original de conocer una nueva perspectiva sobre algo, preguntarle a un observador neutro. Nunca había hecho este experimento. Lo más similar fue formular una pregunta y lanzar las monedas para conocer la opinión del I Ching.
Recordé esta anécdota porque el jueves pasado, mientras F. hacía compras, me senté en una banca a ver la nieve caer. Después de cierto tiempo pensé que si se demoraba más terminaría convertido en un muñeco de nieve, irreconocible incluso para ella. En ese momento se sentó al otro lado del banco un hombre anciano, corpulento, apoyado en un bastón. Llevaba un sombrero elegante y me pregunté por qué nunca me ha gustado usar sombrero. El señor me pidió en español la hora. “Siete de la noche”, le respondí. “Se acabó el 2015. Mi esposa falleció el año pasado –me empezó a contar–, mi mejor amigo vive muy lejos, me he quedado en este país que no es mi patria y ahora no tengo energía para dejarlo, quizás debería hacer un último esfuerzo. Y usted, ¿qué opina?”.
Mientras él me contaba su historia yo lo miraba con asombro, pues su cara me resultaba cada vez más familiar. Escuché el eco de El otro de Borges y me entró pánico de preguntarle si también era colombiano. “Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos”, escribió Borges. “Si se queda sentado acá corre el riesgo de convertirse en un muñeco de nieve”, le respondí. Su sonrisa me resultó noble, como la de un hombre que recordaba que a él también le gustaba hacer chistes pero que no sabía en qué momento había perdido la facilidad para hacerlos. Me estremecí de nuevo. “Sería una buena excusa para evitar la cena de Año Nuevo a la que estoy invitado –comentó–, nunca he sido muy amigo de ellas, decir que me quedé sentado en un banco, me convertí en un muñeco de nieve y solo el sol de la mañana me permitió regresar a mi casa, pero creo que no me creerían”.
F. apareció con un montón de bolsas en la mano y me dijo que podíamos continuar. Le pregunté qué tanto había comprado y me dijo que me mostraría en casa: “¿Hay algo de última hora que quieras comprar? Ya casi van a cerrar todo”. La respuesta fue espontánea: “Sí, un sombrero”. Me quise despedir del anciano, pero ya se había marchado. “Hay una sombrerería maravillosa aquí cerca, vamos”. Me tomó del brazo y desaparecimos también bajo la nieve.