Relatos salvajes hacía falta. Woody Allen lo ha ido haciendo a su manera, pero faltaba una película que ilustrara cómo esas pequeñas neurosis de los hipersensibles pueden derivar en enormes catástrofes –en su imaginación. He conocido personas que son como un campo minado sin mapa de navegación alguno: estallan al más mínimo contacto de quien ose pasear por sus praderas. En este homenaje a lo bombástico ni siquiera el título se escapa: no hay relatos salvajes en sí, solo neurosis hiperinfladas.
Yo también las he conocido y padecido. De mis neurosis adolescentes rezumba aún el coro de una canción de Julio Jaramillo: “¡No me toquen ese vals porque me matan!”. Era lo que literalmente pensaba cuando me invitaban a una fiesta de 15 o a un matrimonio: le tenía fobia a los valses de Strauss, en especial al Danubio azul. Sufría una sensación de empalagamiento como si hubiera repetido dos veces el postre Suspiro de limeña, la bomba de azúcar más poderosa jamás creada por la humanidad. Hoy ya sé desactivar esa bomba, aprendí a ignorarla como a la música que se escucha en los centros comerciales –si bien debo aceptar que mi límite máximo de exposición a este ruido es de 2 horas. Después de este tiempo huyo por la primera salida de emergencia que me encuentre.