Apoyo

Hace alrededor de 15 años vivía un romance con una mujer que se estaba separando, que dormía en habitaciones separadas. Después de 2 años la separación no se daba y decidí dar un ultimátum. Ella finalmente empacó su maleta y se vino a vivir a mi casa: «¿Ahora sí me crees?». A mí me tomó totalmente por sorpresa. La recibí feliz, pero no sabía cómo apoyarla. La vi nerviosa, acababa de empacar toda su vida en una maleta y ahora se encontraba a la deriva, sin seguridad de si mi casa sería su puerto final o no. Traté de aligerar el momento y le dije vamos a alquilar un par de películas. Después de esta proposición ella me pidió que la comprendiera, que quizás todo era muy súbito, tomó su maleta y regresó a su hogar. Entendí que había dicho una estupidez propia de quien no tenía ninguna experiencia en esos casos.

Recordé esta anécdota ayer cuando leí que una mujer había hecho lo mismo para apoyar a una amiga que acababa de abortar. Parece que con la amiga sí le funcionó, pero igual reconocí la misma falta de preparación para acompañar a una persona que pasa por un momento existencial crucial. Y mucho más atrás, recordé cuando acompañé a una amiga muy querida a abortar. Estar con ella no era un problema, lo difícil para mí era cómo ayudarla después de. Pensaba en prepararle un caldito de pollo, dejarla que reposara en mi casa, pero ¿de ahí en adelante qué? Eso sí, jamás pensé en entretenerla. (Sigue leyendo »»)

Matrix, origins (2): Everybody can be an artist in the Net

Conocí a D., joven millennial, con quien tuve la oportunidad de comentar mis impresiones sobre la vida en la Red. Cuando le pregunté que si era cierto que los jóvenes de su edad escogían sus destinos turísticos dependiendo de qué tan buenos fondos serán para su Instagram, me dijo: «Espera un momento, estás reventando mi burbuja: soy muy serio con mi Instagram, le dedico mucho tiempo y esfuerzo. Para mí es fundamental escoger buenas locaciones para mi fotografía».

Después de ver su Instagram no hay duda sobre su dedicación y compromiso con su arte. Aunque también me confesó algo que me dejó boquiabierto: «Si una foto no recibe suficientes me gusta, la borro: la falta de me gusta significa que la foto probablemente no es tan buena como yo creo y es mejor borrarla. También siento algo de pena si alguien viene a ver mis fotos y no tienen suficientes likes». No pude contenerme y decirle que me parecía que este era un criterio masoquista: si él la había publicado en primer lugar es porque consideraba que tiene un valor, eso debería ser suficiente: «No puedes anticipar cuándo llegará alguien a quien le gusto incluso más que a ti». (Sigue leyendo »»)

Baby please don’t go

F prendió su teléfono y dijo asustada: “Se me hizo retarde para ir a lavar el auto”. Empecé a cantar de manera improvisada ese clásico de Rose Royce, Car Wash:

Para mi sorpresa, F no conocía la canción, apenas era una bebé cuando empezó a sonar. Sintonicé el video oficial en Youtube y ella dijo sorprendida: «Increíble que alguien pueda inspirarse en un lavadero de carros para componer una canción». Le conté la anécdota de cuando los Rolling Stones conocieron a Muddy Waters: él estaba pintando el techo en Chess Studios y algún chorro de pintura blanca escurría por su rostro. Bill Wyman incluso cree recordar que Muddy ayudó a descargar el equipo del auto y llevarlo al estudio. Sin olvidar que fue un álbum de Muddy Waters bajo el brazo el que inició la amistad entre Mick Jagger y Keith Richards; de uno de los albums de Muddy tomaron el nombre para su banda. «Todo lo que queríamos hacer con los Stones era que la gente empezara a conocer el blues», dijo alguna vez Richards.

Cuando se encontraron a Muddy Waters sobre un andamio ya estaban totalmente bajo su influencia, presente en muchos de sus grandes éxitos. «Imagínate tener de maestro de brocha gorda a Muddy Waters…». Según la leyenda, hasta ese momento él no había aparecido nunca en la televisión estadounidense. Cosas del racismo.

(Sigue leyendo »»)

Deconstrucciones

Antes de que Derrida utilizara el término ya la humanidad deconstruía siglos atrás con la misma curiosidad con la que algunos niños deconstruyen su juguete para saber cómo funciona. Sin embargo, hay que reconocer que deconstruir suena mejor que desarmar y no hay por qué limitar su uso a conceptos. Me disculpo por este breve ataque filosófico, todo por compartir un par de experiencias deconstruccionistas que tuve hace poco y que no se limitan al espacio derridiano del término.

1.

Conocí a M., profesor de piano en el Conservatorio de su ciudad. Nos encontramos en casa de L, que orgullosa estrenaba su Petrof vertical, una auténtica joya hecha a mano, 6 meses para recibirlo. Le aconsejaron que invitara a varios intérpretes para soltarlo. M. empezó a improvisar sobre el piano, tocó Someday my prince will come con aire de Evans y desde entonces no paramos de conversar. Me regaló seis temas de Evans seguidos, una experiencia de exceso de belleza que todavía me pone los pelos de punta al recordarla. En agradecimiento por ese recital le regalé un CD con música de Janáček que él no conocía.

Salimos a pasear por la ciudad e intercambiábamos experiencias musicales. García Márquez contaba que la maldición de ser escritor es que había perdido la inocencia para leer: desarmaba (deconstruía) todo lo que leía para descubrir el mecanismo de relojería suiza que marcaba el ritmo de la obra. Me llamó la atención de que M. escuchaba música así: la deconstruía, el placer de la melodía se diluía en ese esfuerzo. (Sigue leyendo »»)

Tras las huellas del hombre emancipado

Una exnovia holandesa le decía a sus amigas que yo era el hombre más emancipado que conocía: «Orina sentado». Las miradas de admiración de sus amigas me daban a entender que era toda una curiosidad en los Países Bajos y todo un logro del feminismo colombiano que me hubieran enseñado a comportarme así de bien. «Obviamente tampoco deja el bizcocho arriba», y me encontraba inexplicablemente entonces en un altar virtual. «Los holandeses tienen mucho que aprender de los colombianos», concluían.

Hasta que un día sucedió lo inevitable. En una de esas reuniones una amiga hizo la pregunta impertinente: «¿Cómo fue tu proceso de aprendizaje? ¿Fue difícil dejar de orinar de pie? ¿Sentiste en algún momento que se perdía o debilitaba tu masculinidad?». Les conté la verdad.

Sufrí una miopía severa progresiva que me obligó a usar lentes de contacto desde los diez años. A medida que crecía tuve que aprender a orinar sentado porque el riesgo de fallar el disparo era bastante grande. «Ya con los lentes puestos es otra historia: levanto el bizcocho y apunto lo mejor que puedo. Eso sí, después siempre lo bajo». Alcancé a escuchar cómo se agrietaba mi pedestal virtual. Mi ex me recriminó que no le hubiera contado toda la historia antes. «¿Has orinado de pie en mi casa?», terminó por preguntarme ya con cierto enfado. No pude negarle la cruda verdad.

No voy a decir que poco tiempo después terminamos por ese episodio, si bien fue un granito de arena más en nuestras discrepancias sobre las percepciones del feminismo que cada uno tenía. Muchas cosas que ella reclamaba me parecían más caprichos que derechos de la mujer, cuando no franco egoísmo.

Una vez estaba escogiendo un concierto para celebrar mi cumpleaños. Tenía que contemplar varias variables, como la ubicación, el costo, la hora, el tipo de música, etc., pues quería invitar a amigos y familiares. Ella me recomendó un concierto al que le gustaría ir mucho. Le dije que lo pondría en la lista de opciones.

Al día siguiente me llamó a preguntarme si ya había tomado la decisión: «Decide rápido, porque no todo el mundo tiene que esperar a que tú decidas así sea tu cumpleaños». Ya me sonó raro. Al día siguiente: «He decidido que voy a ir a ese concierto, no voy a esperar más al dedo de Zeus. Si quieres venir a celebrar conmigo, genial». Obviamente no celebramos juntos ese cumpleaños.

En Colombia jamás escuché a un hombre que dijera «no me quiero casar con una colombiana». En Holanda he escuchado a varios que no quieren casarse con holandesas, por historias similares a la que viví. Varias emancipadas dicen que es lógica su decisión, pues buscan polacas, checas y hasta vietnamitas, latinas o indonesias que sean tan sumisas como lo fueron sus madres, «se niegan a cambiar su mentalidad».

Tuve la fortuna de ser educado en condiciones de igualdad con mi hermana por parte de mis padres. Nunca se me dio una autoridad o privilegio superior por ser el hermano mayor, el primogénito. Y también la de estudiar en un colegio mixto donde los tres primeros lugares de la clase los ocupaban mujeres que tenían nuestro reconocimiento colectivo por su pilera. Tampoco tuvimos dificultades porque los profesores fueran hombres o mujeres, más allá de las fantasías que podrían crear en jóvenes adolescentes. De hecho recuerdo que mi primer taller de programación, pionero en la educación colombiana, era dirigido por una mujer: aprendí QBasic con ella (gracias Ms. Clara).

No sé si fue en Holanda que se inventó la figura del hombre emancipado, quizás fue importado de algún país escandinavo. Es un acierto para complementar la liberación de la mujer de los roles de sumisión impuestos por la sociedad, no solo por los hombres; de hecho hay mujeres que todavía sostienen que las feministas son unas tontas, nada más placentero y cómodo que tener un hombre que las sostenga y complazca todos sus deseos a cambio de verse y portarse como una dama. Las he oído.

En Bogotá ya escuché a R. H. Moreno-Durán decir que la revolución más significativa del siglo XX había sido la de la mujer. El riesgo de esta revolución, como de cualquiera en la que se redefinen las relaciones de poder, es la dictadura o el totalitarismo, creer que por ser mujer se tiene siempre la razón o que si un hombre la contradice es porque no está suficientemente emancipado o persiste en el machismo. Esto es francamente muy aburridor, cuando no invivible. El precio a pagar es la imposibilidad de construir una relación de pareja. Claro, en caso de quererlo, porque faltaría más implicar que se necesita una pareja para sentirse bien.

Hace un par de años nos encontramos con mi ex en las bicicletas. Quedamos de vernos una noche. Me invitó a cenar y la charla que prometía ser agradable terminó convirtiéndose en un análisis de cómo iba mi lucha por la emancipación, pues después de todo habían sido mis trazas machistas las que habían arruinado nuestra relación. Aburrido por sus argumentos, le dije algo que no sé de dónde provino. Le comenté que estaba aprendiendo a conectarme más con mi lado animal y que ahora me preguntaba por qué algunas mujeres me lo paran y otras no: «Y no creas que es algo que solo nos pasa a los hombres. Las mujeres en Colombia dicen de un hombre que les gusta que moja cuco. De hecho uno de los mejores cumplidos que me han hecho fue pienso en ti y me mojo». Algo por completo fuera de contexto y vulgar. No sé si buscaba que me echara de la casa, me pusiera la ensalada sobre la cabeza o si al final de todo quería decirle que me había aburrido hasta la saciedad de atender a todo lo que la hacía feliz a ella, incluso en la cama, y de que no parara con su desprecio por los hombres. Que definitivamente me sentía más atraído por mujeres que estaban viviendo su propia vida y solo buscaban una pareja sin ninguna otra exigencia que compartirla.

Cuando sentenció que evidentemente no había hecho mucho progreso, que por el contrario estaba involucionando en un macho más, entendí que era mejor terminar la cena y regresar a casa. Le pedí que me permitiera usar su baño antes de irme. Y, por otro acto inconsciente que aun no comprendo del todo, decidí orinar de pie en su lavamanos. Eso sí, lo dejé muy limpio: si llegase a buscar alguna huella del culmen de mi proceso involutivo jamás podría encontrarla. Lo más curioso es que salí sintiéndome un hombre más emancipado aún, solo que quedé con una marcada alergia a ese feminismo radical.